«En aquel tiempo, dijo Jesús a la muchedumbre: “¿Se trae el candil para meterlo debajo del celemín o debajo de la cama, o para ponerlo en el candelero? Si se esconde algo, es para que se descubra; si algo se hace a ocultas, es para que salga a la luz. El que tenga oídos para oír, que oiga”. Les dijo también: “Atención a lo que estáis oyendo: la medida que uséis la usarán con vosotros, y con creces. Porque al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”». (Mc 4, 21-25)
Las dos parábolas que leemos hoy en el Evangelio aluden al Reino de Dios y, más concretamente, a cómo el fruto de ese Reino en el mundo depende de las disposiciones con que es acogido por los hombres. La parábola de la lámpara encendida nos invita a ser testigos de la presencia de Dios en la tierra, a sacar a la luz en todo momento y circunstancia el inmerecido don de la fe que un día recibimos. Y la parábola de la medida nos recuerda la necesidad de mantener una actitud vigilante, para no conformarnos con un tímido nivel de compromiso con Dios y los demás. El Reino de Dios está llamado a crecer por la acción de Dios en el mundo y, al mismo tiempo, por nuestra correspondencia a su gracia.
Comentando este pasaje evangélico San Juan Crisóstomo exhortaba a sus oyentes a decir que “sí” a Dios en todas las llamadas que hace al corazón de los hombres. De esa correspondencia depende la propia santidad y la propia felicidad: “Al que es diligente y fervoroso, se le dará toda la ayuda que depende de Dios; pero al que no tiene amor ni fervor ni hace lo que de él depende, tampoco se le dará lo de Dios. Porque aun lo que parece tener —dice el Señor— lo perderá; no porque Dios se lo quite, sino porque se incapacita para nuevas gracias”.
El Reino de Dios crece cuando nuestra santidad personal también crece, aunque no lo notemos: cuando no decimos “basta” en las cosas que cuestan; cuando evitamos que el descuido o la dejadez afecte negativamente a los pequeños detalles en el trabajo; cuando vivimos gustosamente los ratos de oración personal y familiar; cuando buscamos hacer la vida agradable a los demás… Todos estos pequeños gestos —¡nuestra principal “materia prima” para la santidad a la que Dios nos llama!— pueden convertirse en verdaderos actos de fe, esperanza y amor, y tener una repercusiones inimaginables. “De que tú y yo nos portemos como Dios quiere —no lo olvides— dependen muchas cosas grandes” (San Josemaría Escrivá).
La iglesia está viviendo en estos tiempos nuestros la gran aventura de la Nueva Evangelización. En todo el mundo surgen interesantes iniciativas para que la Buena Nueva llegue de manera genuina y creíble a todos los rincones. Nuestra primera tarea es rezar para que eso se realice. Pero, con la misma fuerza, también hemos de procurar corresponder personalmente a la gracia de Dios. Es el primer paso de la nueva evangelización.
Me encantan unos versos del Beato Cardenal Newman: “Christian! Hence learn to do thy part, and leave the rest to Heaven” (¡Cristiano! Aprende a hacer tu parte, y deja el resto al Cielo). Es una maravillosa lección de realismo cristiano y un acto profundo de fe en Dios.
Juan Alonso