Una voz reza en el desierto:
“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo:
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti como tierra reseca,
agostada, sin agua” (Sal 63,2).
También Jesús madrugó aquel Día: tenía prisa de Dios; una inconmensurable sed y hambre de Dios, que a nosotros nos brinda el vino generoso de una Pascua para siempre. ¡Bendito sea Dios que satisfizo aquella sed y sació aquella hambre! La cuarta bienaventuranza esta íntimamente unida al misterio pascual de Cristo. Dios mostró su justicia y su amor resucitando a su Hijo de entre los muertos.
Ante semejante acto de amor sólo queda asombrarse, alegrarse y decir satisfechos también nosotros: “Eructabit cor meum verbum bonum” (Sal 45,1), que equivale a “mis labios te alabarán jubilosos”, del salmo anterior.
Jesús en la cruz, a punto de morir, como queriendo hacer buena su proclama del monte, dijo: “Dipsô”, tengo sed. Esta traducción quizá sea un poco débil. La deshidratación física debió ser, ciertamente, atroz; y el abandono del Padre, algo insufrible: las dos carencias sufridas por Jesús en su cuerpo y en su alma nos empujan a intentar una traducción mejor, si fuera posible.
En el huerto, sabiendo lo que tenía por delante, dice: “Me muero de tristeza”. Mateo emplea una expresión fuerte en extremo y maravillosa, a la vez: “heos zanátu”, hasta la muerte (26,38).
Sabemos que Jesús sufría sed de las fuentes de las aguas vivas, del agua que es un surtidor inagotable de vida.
Para Juan el agua viva es el Espíritu Santo que habrían de recibir los creyentes una vez hubiera sido Jesús glorificado (Jn 7,39). Cuando llegó la glorificación del Señor, llegó el Espíritu; lo que Lucas pospone a Pentecostés, Juan lo sitúa en el Calvario. El acto final de amor de Jesús fue la entrega de su Espíritu (Jn 19,30). Es decir, Jesús tiene sed del Espíritu Santo para donárnoslo. Así, cumplía lo prometido: “Cuando me vaya os lo enviaré ‘y entonces’, él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa (16,7.13). Esta consiste en “todo lo que yo os he dicho” (14,26).
Lo único que le quedaba nos lo dio así, todo, “tetélestai”: acabó cumpliéndose por impulso de un Amor que nunca ni entenderemos ni mediremos cabalmente.
Este Amor clausura el tiempo antiguo y abre el nuevo, el del Espíritu y de la Iglesia.
La sed de Jesús es sed del Padre y del Espíritu, y tiene un alcance extraordinario para nosotros, pues abre nuestro entendimiento a su divino corazón y nos muestra la Justicia de Dios en plenitud: convenientemente cumplida (Mt 3,15 llevado a término). Con “tengo sed”, Jesús fue el primero en quien se realizó la cuarta bienaventuranza. Por eso es también el “Bendito para siempre”, el primogénito en la bendición.
Ahora nos toca a nosotros.
No es cuestión de poca monta ser justos y denunciar la injusticia y el atropello del derecho, tan frecuentes en la sociedad de las “Declaraciones de los Derechos de…”
Entre justicia y derecho se ha producido una falla importante. Asistimos a una especie de vaciamiento de justicia en los derechos: quiero decir que se llama derecho a determinadas cosas que están vacías, o han sido vaciadas de justicia; se presenta lo de fuera como si fuera lo de dentro, sin más. Por ejemplo: no podrá nunca ser un verdadero derecho eliminar la vida humana, porque en sí es una in-justicia radical. Sin embargo, esto es frecuente, cada vez más frecuente. Y en base y fuerza de esta frecuencia, toma carta de argumento sólido y convincente. Es más, el poder instituido pretende el cambio de naturaleza de las cosas —que dejen de ser lo que son para ser otra cosa— simplemente cambiándoles el nombre. Son muchos los ejemplos que se podrían aducir. Baste aquí considerar seriamente que, cuando el relativismo se acomoda a quien manda, fácilmente abona el terreno para el nominalismo. Curiosamente, una sutil especie de neodocetismo rebrota: lo que es sólo apariencia preténdese real y consistente, y a la inversa.
Este vaciamiento del derecho, su desnaturalización, tiene hondas y muy variadas raíces. Pero una es de carácter teológico; San Pablo lo dijo bien claro: Se ha depauperado el derecho, se ha vuelto inane porque los hombres “oprimen la verdad con la injusticia” (Rm 1,18), que consiste en que, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como tal, ni le dieron gracias, ofuscados en su corazón y entenebrecidas sus mentes, jactándose de sabios (vv. 21-22). Cuando la injusticia se le hace a Dios, se injuria muy hondamente al hombre (¡qué gran verdad es esta!). Cuando se aprisiona u oprime la Verdad, “se apaga la sed de derecho del justo con vinagre” (Sal 69,22). El reclamo de los oprimidos, su demanda de derecho en justicia, llega hasta Dios; aquí en la tierra los poderosos estrujan y desfiguran (avinagran) la Verdad implantando su propio derecho.
Y ¿qué es la Verdad? En el juicio inicuo (ya es bien fuerte la contradicción que encierra esta expresión) a que somete Pilato a Jesús, el mismo procurador romano declara no encontrar en el reo causa alguna de muerte; y, sin embargo, aprisiona la verdad de todos los hombres clavándola, sujetándola con clavos, a un madero. Desde luego, Pilato no podía ni sospechar el alcance de su sentencia. Pero lo tuvo.
Luego, ya en el Calvario, un soldado pretendería apagar la sed de Cristo con el vinagre. Tampoco éste sería consciente de que acercaba a la boca de Jesús todas las injusticias e iniquidades del mundo. De resultas de todo ello, el cuerpo agonizante del Señor se convirtió en la vasija de toda la acidez y amargura de las vidas humanas que Dios Padre sepultó en la tumba, para luego en la resurrección mostrar cuál es el modo y cuáles son sus maneras de amarnos.
¿Por qué estamos tan ciegos a un amor así? ¿Tan densas son las tinieblas de nuestro espíritu? ¡Tan densas son! Negras como la muerte de quien vive en la increencia, sin la fe (porque “el justo vive por la fe”: Hb 2,4; Rm 1,17).
No obstante, donde se hizo espeso el pecado, la gracia multiplicó su poder alumbrador y salvífico. Jeremías nos anuncia de parte de Dios: “Los llevaré a arroyos de agua por un camino sin tropiezo y les daré una esperanza de futuro” (31,9.17); a quienes estábamos sentados en tinieblas y sombras de muerte una luz nos brilló.
Dios es fiel y veraz: no defrauda en su promesa. Un día vendrá en su momento justo de sazón, en que un Germen brotará para David; un Germen justo que practicará la justicia y el derecho, de modo que Yahvéh mismo será nuestra justicia (Jr 33,15-16) y por haber hecho Dios a este Germen pasar, hecho pecado, por la cruz, nosotros” seremos hechos justicia de Dios en él” (2Co 5,21).
Nuestros días están afectados por una enorme paradoja (hoy ya posmoderna): la “diosa Razón” del Siglo de las Luces, ha venido a quedar en pábilo vacilante y la antigua pregunta persiste: “Escuchadme rebeldes: ¿seremos capaces de hacer brotar agua de esta peña para vosotros?” (Nm 7,10). Parece difícil. A lo mejor podría sustituirse por esta otra: “¿Está Yahvéh entre nosotros o no está?” (Ex 17,7). En cualquier caso a la razón le falta espacio para coger impulso y poder dar un tan gran salto como es el que exigen estas preguntas.
Por lo general, no son los ciegos quienes niegan la luz. Son los que la disfrutan quienes no están dispuestos a aceptar su propia”ceguera”. El mundo padece deshidratación y anemia de Dios. (Jn 9,41; 3,19-20).
Para una enfermedad de esta índole tiene el Señor una receta, en el mejor sentido de la palabra: “No sólo de pan vive el hombre; sino de la entera Palabra salida de la boca de Dios” (Dt 8,3; Lc 4,4; Mt 4,4). Si se lee bien el prospecto adjunto, puede verse que indica una posología muy específica: comer el pan buscando la vida auténtica; y comerlo despacio, como debe hacerse, masticando bien. De hecho, el texto de Juan 6,5 habla de quien come la carne del Hijo del hombre, o sea la Palabra encarnada. “Ho trógon” es una expresión en la que el verbo comer tiene el matiz de hacerlo moliendo o masticando; sólo la Palabra puede comerse así; los demás discursos no lo exigen. Por eso la enfermedad de nuestros días se curaría con la Palabra escuchada, comida y bebida conforme Dios la propone.
Pero, claro, hoy hemos llegado al punto de pretender instalar en el fundamento de nuestro pensar el desdén por Dios, el ni siquiera considerarlo como una hipótesis; cuantísimo menos vivir de la Palabra de Dios y, de este modo, ni la justicia ni el derecho serán referidos a Dios. Ayunamos de Dios y así nuestra justicia adelgaza hasta desaparecer.
Hemos suprimido “el problema de Dios”, pero no lo hemos solucionado; sólo lo hemos desplazado al cuarto trastero dejando el hueco. Al rechazar el Pan del cielo, nos vemos obligados a apetecer los ajos y cebollas de Egipto, de aquel tiempo que creíamos ya superado (Nm 11,20).
Hambre y sed, lo que se dice hambre y sed, tenerlas las tenemos. Pero de ilusiones también… ¿come uno? El salmista atinadamente dijo: “ceniza es el pan que como” (Sal 102,10), o sea, nada. Y por bebida, vinagre y más vinagre. El resultado salta a la vista… y, a veces, como pedrada en ojo de tuerto. Por eso el Señor se lamentó de los ricos que quiebran la vida del justo, que le escamotean su salario, que pagan su propio bienestar y confort con la moneda de la amargura de los demás. ¡Qué oportuna es la encíclica del Papa “Cáritas in veritate”! Aherrojando la verdad con la injusticia, se destruye al mismo tiempo el amor y el hombre.
El golpear de tanto dolor injusto en el corazón de Jesús le empujó a decir: “Dichosos los hambrientos y sedientos de Justicia; seréis saciados”. Él sí nos conoce bien.
En aquel momento, seguro que recordaba el texto de Isaías, dirigido a quienes siguen al Dios de la Justicia y de la Verdad: “Prestadme oídos, seguidores de lo justo, los que buscáis a Yahvéh. Reparad en la peña de donde fuisteis tallados y en la cavidad del pozo de donde fuisteis excavados” (51,1). La peña es Cristo, y de ella, conforme a su imagen (Col 1,15.18-19) nos talló el cincel del Espíritu Santo. Participamos constitutivamente de tal Roca canterana.
La increencia hodierna, ante esto, hace una mueca que apenas llega a media sonrisa burlona. Pero el argumento de la fe resiste la mofa (Hb 11,1), mientras el pecado del mundo permanece. La presencia del Espíritu en la Iglesia convence en cuanto al pecado, en cuanto a la justicia y en cuanto al juicio. Juicio y justicia vienen hermanados en esta palabra del Señor (Jn 16, 8-11): “No creen en mí y ni se enteran de que me voy al Padre”, una vez he cumplido toda justicia. Falta sabiduría para la búsqueda y disfrute de “la hartura de los tesoros de la casa de Dios” (Si 24,19). Por el contrario, comer y beber este pan y este vino mezclado y de solera, es abandonar la simpleza y caminar en la Sabiduría (Pr 9,5-6).
En la Cruz —la hora gloriosa de Jesús, según San Juan— todo llegó a su cumplimiento. De un monte partió la bienaventuranza, y de un monte desciende la justicia misericordiosa de Dios. En ese “picacho rocoso” encontramos abasto de pan y provisión de agua… Allí estaba María, la madre.
La gracia brota a raudales del pozo-manantial de Dios Padre, se hace torrente en crecida en Cristo Jesús y corre por las acequias del Espíritu (Sal 46,5). La Virgen riega los surcos, iguala los terrones, y con la llovizna suave de su ternura y dulzura los deja mullidos: preparados para la bendición final en sus frutos maduros —cuatro meses y estamos de siega.
Con toda razón, pues, Dante cantó a María en “La Divina Comedia” (Canto 33 del “Paraíso”):
“Señora, eres tan grande y vales tanto
que quien anhela tu gracia y no te pide
quiere que su anhelo vuele sin alas”.
La justicia nueva que pide el Señor para entrar en el Reino de los Cielos (Mt 5,20) es la misma que nos hará Dios cuando le gritamos noche y día frente a nuestro enemigo, el juez más inicuo y el acusador de siempre (Lc 18,7-8). Nos la dará pronto, por las manos de nuestra Señora.