Es palabra cierta y promesa verdadera: la justicia acarrea persecución y otorga el don del Reino.
Nada, por otra parte, de extraño: si a nuestros padres en la fe y, sobre todo, a nuestro Señor y Maestro los persiguieron, también lo harán con nosotros; que no es más el hijo que el padre, ni quien aprende que quien enseña. Mucho que les fuéramos semejantes.
Lo cierto es que la persecución (uno que va por delante y otro, que le va a la zaga, por detrás) recorre la Historia de la humanidad y de la Escritura: del Génesis al Apocalipsis.
Y ¿qué es lo que nos persigue? ¿Quién corre detrás de nosotros esta carrera de la vida?¿Qué es “persecución”?
Si repasamos la Escritura, veremos que la persecución es un ser extraño y variopinto: a veces viene de fuera; otras convive en casa, nos es doméstico. Se presenta hostil, siniestro y maléfico, y también aliado y colega. Nos persigue el dolor, el sufrimiento, la bonanza y alegría; nos acosa la tentación, la concupiscencia y el pecado. La muerte anda con nosotros a diario… hasta el último día. Y sobre todo nos persigue el Amor de Dios, su “Teshuvá”, que ahora tiene rostro y nombre: Jesús de Nazaret.
En definitiva, podríamos concretar la persecución, personificándola en dos: en el señor de la muerte (Hbr. 2,14) y en Señor de la Vida, el León de Judá, que es al mismo tiempo Cordero victorioso (Ap. 17, 14; 19, 11ss). La Historiografía de la Humanidad no es más que la de una lucha sin tregua entre el Diablo y Jesucristo, magníficamente dibujada por Juan en los capítulos 12 y 19 del Apocalipsis imprescindibles para comprender cabalmente la Octava Bienaventuranza.
las persecuciones son diversas, también los que nos persiguen
Ciertamente, el sentido primero, más elemental y directo de Mt 5,10 es que a todo aquel que practique la justicia lo perseguirán calamidades, infortunios, sufrimientos, etc. Se le perseguirá por su condición de justo. Ahora bien, la recompensa a esa persecución hace honor a lo que significa: el Reino de los Cielos compensa por duplicado aquellos sufrimientos del justo.
Pero no es el único sentido que encierra esta Bienaventuranza. Antes decía que Cristo también nos persigue. Cristo es el Justo, el Santo de Dios, quien cumple toda justicia, como dejó patente en el Jordán a Juan Bautista. En el capítulo 19 de Apocalipsis, Juan presenta a quien monta el caballo blanco como el Fiel y Veraz, y quien utiliza la justicia para la guerra y para el juicio. La palabra “Alethinós” significa exactamente develador, descubridor de la Verdad, de lo que se oculta en la profundidad de los hechos: el designio salvífico de Dios. Su nombre, dice Juan, es “Palabra de Dios” y lleva como título de su grandeza “Rey de Reyes y Señor de Señores”.
De este modo, en Cristo Victorioso, se aúna la Justicia, la Fidelidad a la voluntad de Dios y la Realeza sobre todo reino. Cristo es la Justicia (de Dios). Bienaventurado quien sea perseguido por este Justo, por esta Justicia, porque si fuere alcanzado por él, lo será para recibir su Reino, para ser hecho ciudadano del Cielo, comensal del banquete eterno de las bodas del Cordero. Nuestra felicidad está en ser alcanzados por quien es Justicia, expresión del Amor inconmensurable de Dios Padre.
hay dos perseguidores y dos persecuciones
Los santos son santos porque consintieron ser alcanzados por este perseguidor. El caso prototípico es el de Pablo. Él mismo recordaría en repetidas ocasiones cómo fue alcanzado, ¡al fin!, a las puertas del Damasco. Todo el capítulo 3 de la Carta a los Filipenses en un desahogo de Pablo recordando quién era y quién acabó siendo al ser alcanzado, apresado por Cristo (v. 12): de ser un desgraciado perseguidor de cristianos (es decir, del mismo Cristo), a ser el hombre más feliz y dichoso, dedicando toda su vida a quien todo lo era para él: Cristo Jesús fue predicado por Pablo como Justicia de Dios, gracia y santidad porque no podía reservarse lo que llevaba su corazón.
Por lo demás, los afanes del Buen Pastor que busca a quien se le pierde, no son más que esto mismo. Pablo corría mucho tras los cristianos, pero Cristo corría más y mejor y, en un momento, apretó su vida entera en una misión a la que fue absolutamente fiel. A partir de aquí, la “persecución”, cambia de signo para Pablo: tan hondo calaría ser perseguido, amenazado, apedreado, molido a palos en su misión, que llegaría a identificarlas: no es posible evangelizar sin sufrir persecución por quienes oprimen la justicia con la mentira o antiverdad, como escribió a los romanos.
De cierto, para el futuro sabe Pablo que, vaya donde vaya, lo que le aguardan son tribulaciones por el testimonio que lleva de la gracia de Dios, hasta la misma cárcel y muerte (Hch 21,13).
Si nos fijamos bien, en el caso de Pablo queda patente que la persecución del maligno y sus ministros pretende, y siempre ha sido así, obstaculizar la evangelización destruyendo la experiencia del amor de Dios en el corazón humano. Por eso al perseguidor maligno no le interesan tanto los perseguidos, cuanto la causa de la persecución, cosa que está bien clara en Mt 5,10 también.
El Apocalipsis abunda en lo mismo. El gran objetivo del Diablo que “va a meter en la cárcel a alguno de vosotros para que seáis tentados” (Ap 2,10) es que el miedo al sufrimiento, y los afanes y problemas de la vida, atenacen el corazón y se muera la fe: si al hombre se le oprime suficientemente el corazón, se muere de asfixia espiritual; de hecho nuestras ciudades cuentan con tanatorios y cementerios de almas. Ya globalizados y uniformemente estructurados.
La astuta estrategia del Diablo consiste en ablandar poco a poco la capacidad martirial del cristiano y, en general, de todo hijo de Adán. A esto se refiere Juan con los “diez días” que tendrá el Diablo en la cárcel a los que han de ser probados. No es mucho tiempo, lo sabe, y está decidido a aprovecharlo al máximo. Más aún que la persecución misma, este tiempo previo destinado a meter el miedo en el corazón, puede dañar y hacer huella en la fe. Como nuestro señor en su Pasión, nosotros también tenemos nuestro Getsemaní. Por eso, Pedro nos aconseja que le hagamos resistencia a Satanás firmes en la fe. Pero, y esto es lo que en definitiva cuenta, la victoria caerá del lado del perseguido por la causa de Jesús. Dios condenará a la gran Ramera, vengando en ella la sangre de sus siervos. Dios es justo (“saddiq”, en hebreo) porque es fiel, y antes pasarán el Cielo y la Tierra que su promesa y Alianza de protegernos de nuestros enemigos (Ex 24,3-8; Lc 1,71-74). La garantía de nuestra defensa en la persecución es la justicia de Dios empeñada en el juramento que nos hizo en nuestros padres (Lc 1,73): por eso el nombre del Vencedor, que cabalga en el caballo blanco, es “Palabra de Dios”. Y la Palabra la llevamos en el corazón.
el corazón, sus males y sus remedios
Debería haber en Teología un tratado sobre “El corazón, sus males y sus remedios”. Ya el Señor nos indicó por dónde empezar: por asentar firmemente en los corazones que nuestra defensa en la vista oral frente a todos los enemigos es cosa de la Palabra de Dios, según Lucas 21,14-15. En el v. 16 explica Lucas lo que implica la persecución: Quién haga profesión de que Jesús es la Justicia de Dios, el que se empeñe en que el Amor de Dios es más fuerte que la muerte, quien lleve en su cuerpo el morir victorioso del Cordero, será perseguido a muerte. Todo hombre piadoso (“hasid”) o perfecto (“tamin”) será perseguido. ¡Miedo y terror para el justo, de día y de noche, y que el Diablo utiliza como estandarte de la derrota final en que acaba toda vida humana. Jamás ha sido tan mentiroso el Maligno, porque sabe que la única derrota definitiva es la suya: de la cárcel en que va a meter a los fieles se sale; del lago de azufre destinado a él y a los suyos, no (Ap 20,10).
Jesús en el monte, al proclamar esta Bienaventuranza, debía recitar el salmo: “Sácame, Dios Todopoderoso, de la cárcel, para que pueda dar gracias a tu nombre” (142,8) “Escucha Yavé mi oración y presta oído a mi súplica; respóndeme leal por tu justicia. El enemigo me persigue a muerte… Hazme sentir tu Amor por la mañana, pues yo cuento contigo” (Sal 143,1.8). A sus discípulos les enseñará después que todo cuanto les ha inculcado es para que en Él encuentren la paz. Del mundo “os vendrá la tribulación. Pero yo he vencido al mundo, ¡tened ánimo!” (Jn 16,33). Nada de tener miedo a quien sólo puede matar el cuerpo (Mt 10,28).
Estas palabras han dado a los hijos de la Iglesia fortaleza y paciencia en el sufrimiento, mostrándose, “no cobardes para su perdición, sino creyentes para su salvación”, a la espera de que “el que ha de venir, vendrá presto” (Hb 10, 32-39).
Hasta aquí hemos visto dos perseguidores y dos persecuciones: la de Cristo Vencedor que pretende nuestro bien, y la del Diablo que procura matar en nosotros el Amor de Dios.
otra persecución: la persecución de lo cotidiano
Quisiera decir algo sobre otra persecución, que se enreda y enmaraña con las demás, con todas las que podamos imaginar: la persecución de lo cotidiano y ordinario, cuyo habitáculo es el ramaje espeso de la vida diaria, y su característica peculiar es, por una parte, que se enreda perfectamente a nuestras cosas, que se teje a sí misma con ellas, hasta casi no poder distinguirlas nosotros, y que, por otra, se constituye básicamente en términos de paradójica connivencia y convivencia de contrarios. Pablo, en su segunda carta, se lo exponía certeramente a los cristianos de Corinto: los fieles y los infieles, la justicia y la iniquidad, la luz y las tinieblas, Cristo y el Diablo, el templo y los ídolos. (2Co 6,14-17). Está claro que no son conciliables estas cosas antagónicas; y que lo hemos de procurar es no uncirnos al grupo de la infidelidad, y que habríamos de apartarnos de todo esto (v. 17; Is 52,11). Pero sería tanto como salir del mundo, de la vida ordinaria. Vivimos en ella, y ella consiste, precisamente, en vivirla en plenitud fiados de la gracia de Dios.
La ordinariez de lo cotidiano nos plantea esta inconciliable e inevitable convivencia de lo bueno y de lo malo.
Ya no se trata de grandes padecimientos o tribulaciones, sino de un elemento pegajoso y escurridizo a la vez, que parece que no, pero que sí, nos hostiga y deshace: el tedio, el aburrimiento, la vida plana. Si se considera bien, cuidadosamente, resulta sumamente aleccionador comparar la vida del monje de clausura y la de un hombre agitado de nuestra sociedad. Por debajo de lo aparente, aquella es mucho más intensa, sorprendente y novedosa que ésta.
El bullicio, el incomodo, el sobresalto, el querer llegar y no poder, el estrés resultan insoportablemente monótonos, ensordecedoramente vacíos: son ruidos que nada suenan, carreras vertiginosas a ninguna parte. Claro que con sus paradas de vez en cuando; mejor dicho, con parones y arrancones violentos, que llamamos vacaciones, ocio, períodos de esparcimiento y espectáculo, que, a nivel mundial, agitan y encandilan a millones, porque la monotonía es letal, y produce la acedía, ese amarilleamiento propio de la desecación y agostamiento.
Por eso la Iglesia, al tiempo ordinario, le dedica mucha de su vida litúrgica; porque la cuestión está en que lo diario, cuando cae en el aburrimiento, seca el espíritu y, también en esta ocasión, el corazón acaba por dejar de latir, por espesamiento del cansancio y la abulia de un día sí y otro también.
La vida, el “continuo del tiempo” nos adelgaza existencialmente, deshilachando esta tienda, desmoronando este exterior de nuestro hombre. Pero el remedio nos es conocido: “el Espíritu del Señor que poseemos en arras, de tal manera que vivamos esta vida llenos de buen ánimo, viviendo de momento en el cuerpo… deseando salir de él para vivir con Jesús (2Co 5,5-8), porque nos aguarda “un inmenso caudal de gloria eterna, más allá de toda medida, a cambio de la tribulación de un momento” (4,17). Esta es la Bienaventuranza prometida, este el Reino de los perseguidos.
Judit decía así: “…Por todos estos motivos debemos dar gracias a Dios, que ha querido probamos como a nuestros padres en el crisol… no para castigarnos, sino para ponernos sobre aviso” (Jdt 8,25-27). Y Pedro: ¿Quién os hará mal si os afanáis por el bien? Aunque sufráis a causa de la justicia, dichosos vosotros. No les tengáis miedo ni os turbéis. Al contrario, dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones… El Dios de toda gracia, el que os ha llamado a su eterna gloria en Cristo, después de breves sufrimientos, os establecerá, afianzará, robustecerá y os consolidará…Porque ha llegado el tiempo de comenzar el juicio por la casa de Dios” (P 3,13-15; 5,10; 4,15-7). No se puede comentar mejor la Octava Bienaventuranza.
Al amparo de María aprendió Jesús que cada día tiene su afán, que la vida nos agobia y persigue; bajo su amor aprendió a defender la fe de Abrahán en el Dios Justo y Santo, y a ser misericordioso con los perseguidos injustamente, sobre todo por el Diablo y el pecado.
La espada de María era de muchos filos: su corazón resistió bien y se convirtió en bastión y refugio de pecadores y perseguidos. Nos interesa, y mucho, tener su favor, porque de lo contrario, como decía Alfonso, el Sabio, en aquella cantiga preciosa
“…quien contra Ella va
navega contra el viento”.
Su amor bendito impulse nuestra barcaza de modo que el de su Hijo nos dé alcance.
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Las persecuciones son diversas, también los que nos persiguen
Hoy esta justicia colombiana que se inclina hacia el lado politico de este gobierno ilegitimo, persigue y encarcela a personas inocentes, honestas y justas como son : Luis Alfredo Ramos, como lo es Luis Alfonso Hoyos,, Como es Maria del Pilar hurtado, como lo es Andres Felipe arias condenado 17 anos por algo que no cometio, como lo es Luis Carlos Restrepo, Oscar Ivan Zuluaga y su Hijo juan David, como esta encarcelado el coronel Plazas por haber cumplido con su deber y la lista es interminable.
las persecuciones son diversas, también los que nos persiguen
Ciertamente, el sentido primero, más elemental y directo de Mt 5,10 es que a todo aquel que practique la justicia lo perseguirán calamidades, infortunios, sufrimientos, etc. Se le perseguirá por su condición de justo. Ahora bien, la recompensa a esa persecución hace honor a lo que significa: el Reino de los Cielos compensa por duplicado aquellos sufrimientos del justo.