“Los de corazón limpio son dichosos y bienaventurados; que todos sus cuidados levantaron a fines tan gloriosos, como agradar al que sus culpas quita; porque verán a Dios, luz infinita”.
Arcángel de Alarcón.
(Fragmento del poema” sobre las ocho Buenaventurazas”).
Ver a Dios y quedar con vida era imposible, según una de las creencias más arraigadas de Israel (Ex.33,18-20). Si la confrontamos con la Bienaventuranza que el Señor nos propone, saltan a la vista tanto cierta continuidad entre la Antigua y la Nueva Alianzas, como sus profundas diferencias. Jesús de Nazaret es el vértice y plenitud de los dos Testamentos.
Sabido es que la afición por la limpieza era proverbial en Israel, sobre todo entre las clases dirigentes. La pureza legal y ritual llegaba a extremos increíbles: como que daba la vuelta y pervertía el orden querido por Dios al darles la Ley, que es santa y buena (Rom.3,31;7,12ss).
En esta Bienaventuranza se encierran muchas cosas, de entre las cuales no son de menor importancia la presencia de lo viejo y lo nuevo y una maravillosa propedéutica para el conocimiento, amor y goce de Dios, fuente de todo bien y de toda felicidad. Y en el punto álgido, según me parece, está la cuestión, eterna y hodierna, nada menos que de la relación( de semejanza y diferencia) entre la razón y la Verdad.
Jesús, que tan bien nos conoce, empieza siempre por “Felices de verdad”. No es una mera fórmula introductoria, sino ante todo delicada forma- y sabia, muy sabia- de atraernos a sus palabras: las dos Alianzas, lo viejo y lo nuevo, la razón y la Verdad, lo de fuera y aparente y lo de dentro y auténtico no son más que esos dos hombres que somos todos y que conviven en la misma cosa de nuestra única persona, compartiendo la misma carne y el mismo espíritu, si bien no siempre en buena vecindad. (Rom.7,25b;8,5).
Pablo entró de lleno en la comprensión de esta Bienaventuranza: “…no somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si vivís según la carne moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis (Rom.8,12-13). Hacer morir, dar muerte o mortificar es un ejercicio de limpieza o acondicionamiento del corazón necesario de todo punto para que en el se instale, como en residencia habitual, el Espíritu de Jesús Resucitado.
Entre los términos “verán” y “los limpios”, que usa Mateo, se da la misma relación que establecemos nosotros cuando decidimos “después de operarme lo veo todo estupendamente”. Le ocurre al corazón lo que a los ojos: a estos les salen cataratas y aquel se va rodeando de un tejido gravoso que acaba por esclerotizarlo, impidiéndole amar, que es lo suyo propiamente. También puede endurecerse rápidamente, casi de la noche a la mañana; aunque no es lo más frecuente. ¡si hiciéramos caso al Señor!: “procurad que vuestros corazones no se apesguen con la crápula y las preocupaciones de la vida”(Lc.21,34). San Pablo, por su parte, es igualmente claro; hablando de los gentiles les dice a los romanos:” su insensato corazón se entenebreció, por cuanto habiendo conocido a Dios no le glorificaros como a Dios”(Rom.1.21). Estas tinieblas son la imposibilidad real de conocer y ver a Dios. En 2.5 habla de la dureza e impenitencia del corazón; y en 2.29 les escribe acerca de la circuncisión del corazón. Si está incircunciso, embridado por las ocupaciones y preocupaciones de este mundo, no puede elevarse a las cosas de arriba, donde esta Cristo sentado ala derecha de Dios (Col.3,1-4); y de este modo el hombre se ve obligado a mirar al suelo, inmerso en un horizonte sin trascendencia, creyendo que lo que ve así es lo único que existe, confundiendo lo que se le aparece con lo que es en verdad.
Por el contrario, si el corazón está en la verdad, se mueve en el amor de verdad, encontrara el aquietamiento que procede de Dios, pues aun cuando nos acuse y reprenda, Dios es mayor que él y lo conoce todo. Por la gracia de Dios tenemos puesta en él la confianza (1 Jn.3,19-21). Es mas: el punto capital de cuanto venimos diciendo es que tenemos un Sumo Sacerdote tal que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos…, Mediador de una mejor Alianza…Esta es la Alianza: mis leyes en sus mentes, grabadas en sus corazones…,porque me apiadaré de sus iniquidades y de sus pecados ni me acordaré ya. “(Hbr.8,1-13).¿Cómo habría Dios de llevar cuenta de nuestros pecados si fueron lavados por la sangre de su Hijo?.
(1 Jn.1.7)Limpio de corazón, ve bien para caminar en la luz, estando en comunión unos con otros y obrando conforme a la verdad (1.6).Quién vive así vive en la esperanza y en la Verdad: es bienaventurado porque se abre ante él un futuro de eternidad, donde Dios será conocido tal cual es; y mientras tanto, esta misma esperanza nos purifica, nos limpia como El es puro y limpio.(1 Jn.3,2-3).
Esta “peritomé cordías”(Rom.2,9)o circuncisión del corazón es un don de Dios y una obra que el mismo Padre hará en nosotros por mano del Espíritu del Señor, cual solícito dueño de la vid, que la poda, la “limpia” para que dé fruto mayor y mejor(Jn.15,2). El pensamiento de Pablo y Juan son confluyentes: de un corazón limpio brota la fe y de esta la justificación (Rom.10,10)(Pablo) y el punto espléndido del Amor a Cristo, que supera cualquier felicidad, pues es un “gozo en plenitud”(Jn.15,11).
Ante todo es un don de Dios, no resultado de una ascesis o esfuerzo ético propio de grandes espíritus. Y como don mira al ser sobre todo: lo que no cabe no entra; es una experiencia común y persistente. No así en el don de Dios. Siendo El infinito cabe en el corazón de los pequeños, de los “nepioí”: basta que esté limpio.
La ética tiene un discurso de compromiso, esfuerzo y cumplimiento de lo normativo y legal. Sin embargo (y reconociendo el valor que lo ético tiene-qué duda cabe-), en términos cristianos el discurso reza así: “Vosotros ya estáis limpios por la Palabra que os he hablado; permaneced en mi y que mis palabras permanezcan en vosotros”(Jn.15,3;15,7), de modo que,”habiendo purificado vuestras almas en la obediencia a la verdad para un amor fraterno no fingido, os améis de corazón, intensamente, unos a otros como reengendrados…por la Palabra de Dios, vivo y eterno”(1 Pedro 22-23). Y, por si quedara alguna vacilación, añade Pedro: “y esta es la Palabra que os fue comunicada por el Evangelio; o sea el Evangelio de Mateo 5,8, palabra viva y eficaz. Tajante espada que, cortando por ambos lados, separa, discierne y enjuicia. La Palabra es viento recio que belda en la era, separando el trigo de la paja, poniéndonos en la obediencia de la verdad, o en el lado opuesto.
Todo el que es de la Verdad escucha esta Palabra. Su juicio esta en que lleva a la razón a sus cotas más altas, la potencia en orden al conocimiento de la realidad autentica de las cosas, superando al docentismo, pariente cercano del relativismo, personajes que gozan de prestigio en nuestros días.
Pilato es la razón practico, utilitarista, que se atiene a lo que puede conocer experimentalmente, y desde estos supuestos controlarlo y manipulado todo. Esta razón se extiende tanto al ámbito de los principios antológicos y éticos, como antropológicos y anímicos.
Jesús, por el contrario es la Verdad, con pretensiones de salvación en el Amor y en la Esperanza, luchas vida diaria y cotidiana. Pues es en la existencia personal donde las proposiciones “racionales” de la lógica se transforman en vitalmente globales. Quiero decir que en cualquier asunto más importante que tener razón es tener la verdad; y lo decisivo es que la verdad nos tenga a nosotros. Para pasar de la razón a la Verdad debe la Palabra de Dios haber purificado nuestro corazón de tal modo que veamos a Dios: que seamos capaces de conocer la realidad autentica, que es de estructura relacional: en su interior, y sin confundirse con ella, se patentiza la presencia de Dios, como su fundamento y “razón de ser”.
Esta Palabra, que lleva la razón a la Verdad, se explica a si misma en dichos como “El que busque su vida la perderá; pero quien la pierda por mi la ganara”, o “Amad a vuestros enemigos”, o también ”Lázaro, sal de la tumba”; o si se prefiere, “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”; también “siendo Él dios, se abajó y despojó de su rango divino, haciendo como uno de tantos; el esclavo de todos”, y de igual modo””tenéis que nacer otra vez” o bien” quien tenga sed, venga a mi y beba; de su corazón brotara vida para siempre”.
Pasar a la Verdad, no quedarse en la apariencia, es pasar a ver a Dios, que es tanto como encontrar la respuesta a “¿Cuál es mi verdad?. Es cierto que somos una pretensión de felicidad que vive dramáticamente la cohabitación de dos hombres en el interior: viejo y nuevo; carnal y espiritual; es cierto que somos un cuerpo de muerte (Rom.7,24) que pelea contra la apetencia al bien. Estos es así, pero ¿solo somos esto? El antihumanismo moderno se esforzó en propalar la idea de que el hombre no es otra cosa que una estructura vacía que andador el mundo diciendo y haciendo cosas, sin mas horizonte de llegada que la niebla negruzca de una definitiva disolución.¡Pero no! El Señor en el Monte nos ha mostrado el acceso a la verdadera realidad que nos constituye. Somos no, desde luego, una mera frase que se articula y desarticula en medio de las cosas, somos, por la Palabra de Dios, hijos suyos en su Hijo único, que vive en nosotros.
De esta condición profunda de ser, brota una actitud correspondiente hacia Dios: un culto “lógicos”, verdaderamente razonable, propio de la persona que somos. Al Dios que nos ama le devolvemos así lo que es suyo. Es lo justo: como el papa ha explicado en su mensaje para esta Cuaresma. La justicia que Dios quieres es la que el Señor realizo: cumplir su voluntad, para ”purificados por el Espíritu Eterno…rindamos culto al Dios vivo”(Hbr.9,14), “acercándonos con sincero corazón, en plenitud de fe, limpios los corazones de mala conciencia…al que es fiel autor de la Promesa(Hbr.10,22-23).
¡Que consuelo pensar que nuestros padres desde esa misma fe, con los ojos puestos en la recompensa veían el día del Señor Jesús, y se alegraban en él! Esto fortalece nuestro ánimo para no desfallecer (Hbr.12,2-3) mirando fijamente a Jesús sentado a la diestra de Dios, como el primer mártir, Esteban. En verdad los santos con su vida nos dan la clave de la nuestra, pues no en otra cosa consiste la santidad sino en el gozo que nos da el Espíritu Santo, sin lo cual “nadie podrá ver al Señor”(Hbr.12.14).
Nosotros no hemos visto al Señor y, sin embargo, le amamos; queremos amarle: queremos el oráculo de Ezequiel (36,24-28) en nuestra alma: ser purificados con agua pura, para que la santidad de Dios Padre se manifieste a la vista de las naciones; deseamos la Alianza nueva de Jeremías. Deseamos lo que Dios más desea: que habitemos la tierra que nos tiene prometida. Esta es la forma que Dios tiene de ser Santo, o sea feliz del todo: siéndolo nosotros.
Para nosotros, que somos débiles y cuyo corazón tiembla ante el pecado y la muerte, Dios ha pensado un remedio eficaz: renovaros por dentro con un Espíritu de firmeza, como David le pidió, respondiendo a la pregunta del profeta: “¿Quién es el que se jugaría la vida por llegarse a mi?”(Jer.30,21).
Y….junto a la Cruz estaba la Madre de Jesús. Transido su corazón por una espada de mil dolores, Maria Santísima tuvo la dicha de ver morir a su Hijo.
Dicen que cuando una madre asiste a la muerte de un hijo, muere con él. Así también Maria. Y con él resucitó, y con él está en el cielo, viendo a Dios, para que en ella tenga pleno cumplimiento la palabra del Apocalipsis: Los siervos de Dios, en la Jerusalén celeste, “verán su rostro y llevaran su nombre en la frente(22,3-4)¿Quién mas siervo de Dios que su esclava y Madre?¿En qué frente lucirá más y mejor el nombre de Dios que en de Maria?.
Camino de Emaus, Cleofás y su acompañante ven a Jesús hacer primero un signo con la Palabra, que luego repetiría con el pan: fraccionarla y dársela (Lc.24.27.32). La explanación de las Escrituras, la fracción de la Palabra, hace arder el corazón de los discípulos. La Palabra resucitada abrasa y purifica el corazón por la palabra dicha, y preparara así para ver a Dios en Jesús y a Jesús como Dios poco después en la mesa. Y otra vez: ¿Qué corazón mejor preparado que el de nuestra Señora?. También ella podría haber recitado aquellos versos enamorados: “Véante mis ojos, dulce Jesús bueno, Véante mis ojos, muérame yo luego”.
Para esta generación de hoy, estancada y atrincherada en la razón relativista, de menguado empuje, Dios ha encendido en el cielo una estrella, de luz radiante y esplendor de madrugada.
La razón de hoy también puede esperar, con Maria, la gozosa liberación de los hijos de Dios en la Verdad. Por eso, bajo su dulce amparo y amor, como en los primeros tiempos, la Iglesia entera ora al Padre: “Señor Padre Santo, Tú que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el predilecto, alimenta nuestro espíritu con tu Palabra; así con mirada limpia contemplaremos gozosos la gloria de tu rostro”.Amén.
(Oración colecta de la misa de la Transfiguración del Señor)