No es una mera redundancia. Verás:
El Maestro subía con cierto jadeo y el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante. Subía el monte sin prisas. Los discípulos iban detrás.
Cuando subía, les iba delante;
Cuando bajaban, detrás.
No lo cuenta tal cual Mateo, pero podía haber ocurrido más o menos así: Antes de sentarse se irguió y su rostro quedó mirando al cielo y apuntando en él un “allí” preciso por donde le venía el auxilio necesario para las grandes ocasiones.
Después, el evangelista que fuera publicano recogió anotó que cuando le subieron a la cruz, también en lo alto de un monte, Jesús gritó al Padre el salmo 21. Es casi imposible no mirar al cielo, a ese “allí” en la luz, para poder decir con voz potente: “¿Por qué me dejas solo, Dios, mi Dios?” Tal es así, que algunos al oírlo equivocándose en su burla acertaron: si Elías acudía, habría de hacerlo desde ese lugar señalado; justo por donde se había ido (2Re. 2,11). Claro que Elías ya había venido y ¡mira lo que hicimos con él!
Dios no obstaculiza la felicidad; la garantiza
Se sentó con Tiberiádes enfrente. El mar llegaba una y otra vez a la ribera…; una y otra vez. Mateo había deseado en muchas ocasiones describir lo que vio en el rostro del Maestro en aquel momento. Y no pudo. Por eso decidió otra estrategia: se atendría a lo que Jesús habló, pero poniendo en presente la promesa del Reino, y en futuro todas las demás. La tensión que se obraba en el alma del Señor asomaba a su rostro y se oía en sus palabras, domeñando el tiempo y la Historia para que el presente alcanzara al futuro, y éste quedara preso en aquél. Toda la Historia pasaba por el Hijo de hombre en ese momento. Y Mateo acertó a aprisionar para siempre en unas pocas hiladas de palabras el flujo y el reflujo, ora bravío, ora manso, del existir de los hombres.
Estas hiladas son como las redes de pescar; funden en sus cordeles el rumor de las olas y la luz del lago en un sonido único: “Macarioi”, dichosos, bienaventurados los que…Y cuántos no habrán quedado prendidos en ellas. ¡Afortunadamente!
Hablando de la fortuna: Su rueda es como una noria, en cuyos cangilones nos viene lo bueno, lo malo y lo entrambos. Fortuna es caprichosa, pero nuestra manía por ser felices es también tozuda y pertinaz; la vida se nos va en esto, pero hemos aprendido que la felicidad es más que la suma de todos los bienes; es un plus difícil de concretar. Del mismo modo que la catedral de Burgos es más que todas sus piedras y ornamentos diseminados por el suelo, aun no faltando ninguno. Y poco más se puede precisar, porque nos movemos en el margen de lo inseguro, de lo que tememos perder, si es que llegamos a poseerlo.
La vida es un baile de posibilidades y realizaciones en una pista resbalosa: y a veces la posibilidad de caer acucia el deseo de bailar. Somos así: una pretensión irrenunciable a la felicidad, conscientes de que ésta es escurridiza y renuente a dejarse apretar por nuestro puño. Pero…
La gran enseñanza de la Escritura, frente a las concepciones naturalistas, cíclicas y mitológicas, sobre la Suerte y la Fortuna, es que la felicidad no se sitúa en el monocarril de un ir y volver incesante y ciego, sino en el designio lineal y providente de un Dios que se muestra tal precisamente actuando en y sobre la Historia, a la que orienta y conduce “en recto“a su consumación. Israel conoce un “día de Yahvéh”, que supera la Fortuna y redime el tiempo, lo hace humano sobre la libertad. La esperanza mesiánica de Israel en el futuro mantiene aupado el presente sobre la condición de que el pasado volverá restaurado, que el proyecto de Dios acerca del ser humano se instaurará definitivamente.
El tiempo se ha curvado sobre sí mismo: no es eterno retorno; de modo que la felicidad y la Bienaventuranza es más un consorcio entre Dios y nosotros que mero empuje nuestro, y desde luego nada que tenga que ver con el azar, la felicidad nos tiene empeñados a Dios y a nosotros.
mi bien es estar junto a Él, Señor de mi alegría
Sin Dios, la pretensión humana es tan inútil y estéril como bogar en alta mar en una barca sin remos. Sólo Dios es la esperanza y el cobijo de nuestro corazón (Sal 73,28) y bien caro estamos pagando el empeño de vivir a la intemperie.
En Caná llegó para Jesús su primera hora en el mejor de los vinos. La última le llegaría en el vaciamiento total de su vida escanciada en la cruz: era cerca de la hora nona cuando el Señor, cara al cielo, recitaba con fuerza el salmo 21, apurando el cáliz amargo de la más ignominiosa de las muertes.
Hay un maravilloso continuo entre el monte de las bienaventuranzas, el monte Calvario y el monte escatológico de Sión sobre el que se levanta la Jerusalén celeste (Hb 11,1.18-19). Juan nos lo explicará en el Apocalipsis, con un detalle verdaderamente notable: la Bienaventuranza descansa en que el “Tiempo está cerca” (Ap 1,3). Tan cerca está, que es interior a nosotros, como interior le es a quien bebe la alegría de un buen vino de solera; de este vino habrá en abundancia en el banquete del “Día de Yahvéh”. También está cerca en el sentido de que ya ahora por las arterias del mundo corre este vino que da esta alegría. Cuantos celebramos la Eucaristía lo sabemos bien.
En la palabra “Bienaventuranza”se encierra la misma verdad: literalmente significa que las “cosas que vienen”, las futuras, son “buenas”. Dicho de otra forma: para los pobres y los perseguidos hay futuro; un buen futuro. El autor de la carta a los Hebreos tiene la misma percepción, sobre todo cuando habla de la fe de Abraham (Hb 11,1.18-19).
De no ser así, ¿de qué estas fatigadas o fatigas?; de qué estas luchas, persecuciones y penalidades de que hablan también Santiago (St 5,11) y Pablo? Se es feliz porque Dios nos da la victoria en Cristo (1Co 15,57), de modo que nuestras fatigas no son vanas (v. 58). Creemos en Dios, y también creemos en el Señor Jesús (Jn 14,1), sabiendo que hemos sido salvados en esperanza (Rm 8,24), y que el futuro lo ganamos por la paciencia y la consolación de las Escrituras (Rm 15,4) que nos fortalecen y no nos defraudan.
Jesucristo, verdad encarnada que complace
Verdaderamente, asombra el “Sermón del Monte”. Con la Bienaventuranza, promete el Señor ganar también la razón o logos de la misma existencia: el Reino dado a los pobres es la Verdad. La misma Verdad o Causa a la que Jesús entregó su vida entera. Para comprender bien Mt 5,3.10 hay que leer atentamente Jn 18,28-19,22. En el pretorio, con la gente vociferando fuera la demanda de su muerte, Jesús confiesa a Pilato que es Rey en orden a la Verdad, y que esto sólo puede entenderlo quien es de la Verdad. Lo que pasa es que Pilato tenía dificultades serias para oír: de fuera, el griterío del pueblo; de dentro, el ser romano. Por eso espeta a Jesús: “¿y qué es la Verdad?”.
La pregunta tiene dos bordes: uno romo y rudo porque niega la respuesta de antemano, es pura retórica, ahora que… un golpe con este borde hace mucho daño aunque no abra herida. El otro es de filo fino, como navaja de barbero: Pilato hace la pregunta…, y sale otra vez a los judíos como si no hubiera oído la respuesta. Y ¡vaya si la ha oído!
Sale y dice a los que gritaban: “No encuentro en él causa alguna”. Y a pesar de todo, lo manda a la cruz con aquel “ibis ad crucem”; sentencia de muerte ignominiosa para Jesús, y de libertad para Barrabás. Esta es la Verdad: la condena de “el Inocente” por los culpables. El laconismo de Juan en 19,16 es impresionante, estremecedor.
Me pregunto si Pilato no dudó, para el letrero sobre la cruz, entre “INOCENTE” y el finalmente elegido: “INRI”. Fue cobarde hasta el final (como tantos de nosotros). Luego lo remacharía con aquello de “lo que he escrito; se queda escrito” (v. 22).
La existencia, la vida de los pobres, humillados y escarnecidos tiene en la cruz una razón de ser: todo sufrimiento, sea cual sea el idioma en que nos venga, en cualquiera de los tres en que estaba escrito el letrero que puso Pilato (porque se llora de igual manera en todos los rincones del mundo), tiene su razón de sentido en la cruz del Señor.
Desde el monte, Jesús ve el Mar, que hace acantilados, playas, riberas o ensenadas: en cada uno configura el litoral conforme Dios va llevando su designio adelante.
Mateo dejó para Juan un último apunte precioso, y para nosotros, para nuestra felicidad, valiosísimo: “Allí”, al pie del leño alzado, estaba la Madre de Jesús. Y nos la entregó para nosotros, para que la tuviéramos como algo nuestro.
El gesto del Señor tuvo dos efectos: a María le dio una maternidad sin fronteras, con título de “Refugio de los pecadores”, y a nosotros nos dio la inmensa beatitud y felicidad de tenerte como “Consuelo de los afligidos” a ti, Virgen María. ¿Cómo no, entonces, llamarte “Bienaventurada” por todas las generaciones? A través de ti damos gracias a Dios por llamarnos a la felicidad.