En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:
«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (San Mateo 5, 1-12).
COMENTARIO
Comienza este texto con la mirada de Cristo. Él ve muchedumbres y no permanece igual, diría que precisamente en presencia de tantas personas inspira su vivo discurso, su visión no es algo meramente ocular, se trata de mirada amorosa, de contemplación. La sola visión debería causar amor entre los cristianos. Cuando Cristo dijo aquello de “quien me ve a mi ve al Padre (Jn 14,6-14), estaba indicando que la mirada debía ser en fe y de fe. El miso san Pablo afirmaba: “Ya no conocemos a nadie según la carne. Aunque hemos conocido a Cristo según la carne, ya no lo conocemos así” (2 Cor 5,16).
La mirada de amor despierta las mejores palabras en las personas. Jesucristo mirando de este modo, como lo hiciera con el joven rico (Mc 10,21) subió a la montaña. ¿Para qué subió? Era orográficamente necesario? ¿Fue antojo, capricho? ¿comodidad? ¿sacrificio?
El proceso que se observa sigue el siguiente curso: contemplar, subir y hablar. La contemplación en amor produce siempre movimiento de elevación, ganas de subida. Y a su vez, la altura produce amor. Esos santos encumbrados sobre el trono de la gracia operan atracción sobre los demás. Como el mismo Cristo, que afirmó, que tras su elevación sobre la tierra atraería a todos hacia él (Jn 12,32).
La mirada de amor produce bienaventuranza. Todo es esperanza cuando hay amor. Las miradas denigrantes dejan mal poso, no son cristianas. Mirada y monte. Contemplación y altura. A eso hay que llegar.
Saber mirar es saber hacer subir a los otros. La mala mirada inspira los peores discursos y crean desesperanza. Hoy parece que las muchedumbres no se mueven por ideales, parece como si hubieran muerto. Pero no, los ideales no han muerto. Los que han muerto espiritualmente son esos hombres que no tienen hombros para sobrellevar los vivos ideales. Los ideales elevan, ennoblecen, dan altura y premio. Las personas que han renunciado a la conquista del Cielo son conquistados por pasiones de la tierra. San Pablo animaba a Timoteo a que conquistara la vida eterna (1 Tim 6,12). Son las paradojas del Reino: conquista y regalo, al mismo tiempo.
En el sermón del monte es Cristo quien tiene la iniciativa de mirar a las muchedumbres. Se nos cuenta en los hechos de los apóstoles que Pedro y Juan al templo para orar se encontraron con un mendigo en la puerta y pedro, fijando su mirada a una con Juan, le dijo: “Míranos” (Hch 3, 4). Y se produjo el milagro. Aquel hombre cojo se levantó de un salto. El proceso ha sido similar: Ellos miran, contemplan con amor y aquel enfermo se levantó. Es la mirada curativa el primer paso medicinal.
Jesucristo invita a mirar las aves del Cielo (Mt 6 6,26) con objeto de elevar la mirada de fe. Nos invita a confiar sin medida en él, y para ello… mirar arriba donde los pájaros se mueven en libertad.
Célebre es el pasaje de la hemorroisa (Mt 5,25-34) donde se nos dice que Cristo miraba en torno suyo para ver a la mujer enferma, estrujada entre la muchedumbre. El Señor busca con la mirada a la enferma ya curada para levantarla de su postración. Así es; mirada de amor y elevación de la persona.
Como decimos, Cristo mira y subiendo él (al monte) hace subir con su palabra: ¡sed felices! ¡Sed felices! Yo os enseño cómo. La felicidad es la finalidad de Cristo para con nosotros. Dejémosle hacer, que sabe bien lo que hace y dice. Tenemos que aprender a mirar con amor para que sepamos hacer crecer todas las cosas en Cristo.
En el calvario “había también unas mujeres mirando desde lejos” (Mc 15,40). Mucho hicieron, acompañaron al Señor hasta el final pero quizás un último miedo las separaron unos pasos de Él. Miraron de lejos. La mirada de su Madre fue más cercana al pie de la cruz, fue una mirada más perfecta por la cercanía. Cristo, subido al leño, al árbol en semejante monte, miraba a su madre y le entregó a Juan por hijo. Lo mejor, proviene siempre de una mirada de amor.
Los magos alzaron la mirada a lo alto y vieron una estrella. Y esta mirada les hizo ver al niño. “Al ver la estrella ellos se alegraron con gran gozo. Y entrando en la casa vieron al niño con María” (Mt 2,10-11).
Las bienaventuranzas y todo el sermón del monte tuvo sus precedentes, como todo lo mejor: “Al ver las muchedumbres, se subió a la montaña…, y desplegando sus labios, les enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los Cielos”.