Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y, tomando la palabra, les enseñaba diciendo:
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros (San Mateo 5, 1-12).
COMENTARIO
Decía Benedicto XVI en el 2007: Nuestro corazón, atravesando los confines del tiempo y del espacio, se dilata a las dimensiones del cielo. El cristiano, es ya santo, porque el Bautismo lo une a Jesús y a su Misterio Pascual, pero al mismo tiempo debe convertirse, conformarse a Él, cada vez más íntimamente hasta que sea completada en él la imagen de Cristo, del hombre celeste. A veces se piensa que la santidad sea una condición de privilegio reservada a pocos elegidos. En realidad ser santo es el deber de cada cristiano, es más, podemos decir, ¡de cada hombre! Escribe el Apóstol que Dios desde siempre nos ha bendecido y nos ha elegido en Cristo para “ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor”.
Celebramos la solemnidad de aquellos amigos de Cristo, hijos de Dios, que han terminado su peregrinación terrena y su purificación, aquellos en los que ha sido restaurada la imagen de Dios, han alcanzado ya la patria celestial, y aguardan gloriosos a que se complete el número de los hijos de Dios y a la resurrección de la carne. Como decía San Bernardo en el oficio de lecturas, los hacemos presentes para que su recuerdo avive nuestro deseo de unirnos a ellos en el Señor.
La santidad consiste en que sea derramado en nuestro corazón el amor de Dios por obra del Espíritu Santo.
En los albores del Cristianismo, a los miembros de la Iglesia se les llamaba también “los santos”. En la primera Carta a los Corintios por ejemplo, san Pablo se dirige “a aquellos que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos junto a todos aquellos que en todo lugar invocan el nombre del Nuestro Señor Jesucristo”.
Ahora somos nosotros los pobres de espíritu, los que lloran, los que somos perseguidos por vivir según la justicia reputada a nuestra fe, de los que habla el Evangelio, y que estamos llamados a ser un día bienaventurados como ellos, en medio de la muchedumbre inmensa de la que habla el Apocalipsis (Ap. 7,9). San Pablo recordará a los Tesalonicenses: esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (cf. 1Ts 4,3).