Hay una escena en la película de la Pasión de Cristo, en la que a Jesús le ofrecen el madero de la cruz para que cargue con él y comience su Vía Crucis hasta el monte Calvario. Jesús, ante este áspero ofrecimiento, abraza el madero y lo besa. Aunque no deja de ser una película hiperrealista sobre los acontecimientos que ocurrieron durante la pasión de Cristo, el gesto tiene un acierto teológico inmenso y una trascendencia que ayuda mucho a la reflexión.
El madero que ofrecen a Cristo procede de los hombres: es el premio que le concedió el Sanedrín por su doctrina y su actitud valientemente declarada. El madero de la Cruz representa lo que le puede ocurrir a un hombre bueno que dice la verdad en un mundo lleno de maldad: envidias, mentiras, cobardías, deseos de poder, zancadillas, etc.
Ese madero concentra todo el pecado que los hombres hacemos y que genera daño a los demás en el desarrollo de la vida: infidelidades, envidias, traiciones, agresiones, codicias, ambiciones, desprecios, burlas, abusos, engaños, ofensas, etc. En el vivir cotidiano podemos sentir el dolor y el sufrimiento que nos producen otras personas individualmente, al que hay que añadir el que conllevan las estructuras sociales injustas y los sucesos naturales impredecibles.
angosto sendero, puerta estrecha
Pues bien, incomprensiblemente, desde la óptica del mundo, Cristo abraza ese daño y lo besa. Es decir, el sufrimiento que es totalmente injusto, el que padece el inocente, aquel del que no se puede salir y que viene impuesto, hay que abrazarlo y besarlo. Es la enseñanza de Jesús porque esa fue su actitud en toda la pasión. Pudo librarse del dolor físico y emocional, pero asumió el sufrimiento porque ese era el plan de su Padre, el misterioso plan de Dios, siempre presente en nuestras vidas y desarrollado en la Divina Providencia, hoja de ruta de cada hombre; ya que, por mucho que queramos planearlo todo, la historia la lleva el Señor y muchas veces es dolorosa e ineludible.
Para besar algo, antes hay que acercarse a ello. Cristo abraza y besa. El abrazo significa hacer tuyo lo abrazado, para que no te lo quiten y para poseerlo físicamente con firmeza. Hay que abrazar el dolor. Acercarse primero, es decir, no huir del que sufre o del que me genera sufrimiento, igual da. Acercarse a él para luego abrazarlo.
Pero ¿cómo puedo realizar esto?, ¿cómo puedo abrazarme a lo que duele? Parece doctrina de masoquistas o de tarados. El cristianismo no es una doctrina de tarados. Las doctrinas así no soportan dos mil años en pie. Cristo es la Verdad revelada por Dios para que las cosas nos vayan bien; bien con ojos de Cielo, no bien con ojos de mundo.
Abrazar el sufrimiento y besarlo es tener una actitud generosa con el que te trata con desdén. Es no huir de la persona a la que no soportas o te hace daño con sus burlas, sino buscarla y manifestarle afecto. Es asear a mi abuela que no se puede mover por su demencia y no esperar a que lo haga otro porque no soporto los malos olores. Es atender en mi trabajo a una persona exigente y que me grita, con amabilidad y comprensión. Es también llamar a quien sé que está solo por ser muy feo o poco agraciado para este mundo; dar mi tiempo al que sufre, perder de lo mío para darlo a otro.
Abrazar el dolor es ir en busca de lo que me desagrada por amor a Dios, es decir, amar a mi hermano, aunque no se merezca humanamente mi amor, porque en ese hermano está Cristo y Él sí se lo merece todo.
árbol de vida, camino seguro para el cielo
Ayer tuve que abrazar y besar a una persona enferma y malformada; se llamaba Rosario. No quería ni acercarme a ella por lo repulsivo de su aspecto. Podía haber huido de ese madero que se me ofrecía, pero opté por acercarme a él, abrazarlo y besarlo. A veces las cruces son personas inocentes que sufren enormemente y que esperan que alguien haga como Cristo, que muera un poco por ellos. Hay que morir un poco para amar de verdad y se ama mucho cuando se abraza una cruz y se besa.
Del cristianismo, lo más bello es la verdad cotidiana que encierra. Uno puede vivir regularmente todos los pasajes del Evangelio en su propia casa, en el trabajo o en el metro.
Cuando abracé a Rosario, ella me sonrió. Aparcó su dolor cotidiano y me regaló una sonrisa de agradecimiento. Es difícil explicar el valor de los gestos, pero en esa sonrisa vi recompensado con creces el esfuerzo de mi abrazo y apareció la paz que inunda el corazón cuando se ama sin poner precio. Es una paz de Cielo que no es comparable a ninguna recompensa material de las que el mundo reporta. Encontrándome en este gozo me asaltó esta pregunta: ¿abracé yo a Rosario o fue ella la que verdaderamente me abrazó a mí?