Con este encuentro deseo expresar y renovar la amistad de la Iglesia con el mundo del arte. Protagonistas de este encuentro sois vosotros, queridos e ilustres artistas.
Por primera vez, en la vigilia del Gran Jubileo del Año 2000, Juan Pablo II, también él artista, escribió directamente a los artistas con la solemnidad de un documento papal y el tono amigable de una conversación entre “cuantos —como reza la dedicatoria— con apasionada dedicación, buscan nuevas ‘epifanías’ de la belleza”.
El 7 de mayo de 1964, cuarenta y cinco años atrás, en este mismo lugar, se realizaba un histórico evento fuertemente querido por el Papa Pablo VI para reafirmar la amistad entre la Iglesia y las artes. “Nosotros necesitamos de vosotros —dijo—. Nuestro ministerio necesita de vuestra colaboración. Porque, como sabéis, nuestro ministerio es el de predicar y de hacer accesible y comprensible, es más, conmovedor, el mundo del espíritu, de lo invisible, de lo inefable, de Dios. Y en esta operación… vosotros sois maestros. Es vuestro oficio, vuestra misión; y vuestro arte es el de entender del cielo, del espíritu, sus tesoros y revestirlos de palabra, de colores, de formas, de accesibilidad”
La relación profunda entre belleza y esperanza constituía también el núcleo esencial del sugestivo mensaje que Pablo VI dirigió a los artistas en la clausura del Concilio Ecuménico Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965: “Este mundo en el cual vivimos necesita belleza para no precipitar en la desesperación. La belleza, como la verdad, es aquello que infunde alegría en el corazón de los hombres, es el fruto precioso que se resiste a la degradación del tiempo, que une a las generaciones y las hace comulgar en la admiración. Y esto gracias a vuestras manos… Recordad que sois custodios de la belleza del mundo”
El momento actual está lamentablemente marcado, además de por los fenómenos negativos a nivel social y económico, también por un debilitamiento de la esperanza, por una cierta desconfianza en las relaciones humanas, por lo que crecen los signos de resignación, de agresividad, de desesperación. El mundo en el que vivimos, corre el riesgo de cambiar su rostro por causa de la obra no siempre sabia del hombre, el cual en lugar de cultivar su belleza, explota sin conciencia los recursos del planeta en favor de unos pocos y con frecuencia desfigura las maravillas naturales. ¿Qué puede volver a dar entusiasmo y confianza, qué puede animar al alma humana para encontrar el camino, a levantar la mirada hacia el horizonte, a soñar una vida digna de su vocación sino la belleza? Sabéis bien, queridos artistas, que la experiencia de lo bello, de lo auténticamente bello, no efímero ni superficial, no es accesorio o algo secundario en la búsqueda del sentido y de la felicidad, porque tal experiencia no aleja de la realidad, más al contrario, conduce a una estrecha comparación con la vida cotidiana, para liberarla de la oscuridad y transfigurarla, para hacerla luminosa, bella.
No obstante, a menudo, la belleza de la que se hace propaganda es ilusoria y falaz, superficial y cegadora hasta el aturdimiento y, en lugar de hacer salir a los hombres de sí y abrirles horizontes de verdadera libertad empujándolos hacia lo alto, los encarcela en sí mismos y los hace todavía más esclavos, privados de esperanza y de alegría. Se trata de una seductora pero hipócrita belleza, que estimula el apetito, la voluntad de poder, de poseer, de prepotencia sobre el otro y que se transforma, rápidamente, en lo contrario, asumiendo los rostros de la obscenidad, de la trasgresión o de la provocación en sí misma.
La auténtica belleza, en cambio, abre el corazón humano a la nostalgia, al deseo profundo de conocer, de amar, de ir hacia el otro, hacia más allá de sí mismo. Si aceptamos que la belleza nos toque íntimamente, nos hiera, nos abra los ojos, entonces redescubrimos la alegría de la visión, de la capacidad de aferrar el sentido profundo de nuestro existir, el misterio del cual somos parte y del cual podemos obtener la plenitud, la felicidad, la pasión del compromiso cotidiano.
Juan Pablo II, en la Carta a los Artistas, cita en este contexto al poeta polaco Cyprian Norwid: “Como búsqueda de lo bello, fruto de una imaginación que va más allá de los cotidiano, el arte es, por su naturaleza, una suerte de evocación del misterio. Incluso cuando escruta las profundidades más oscuras del alma o los aspectos más espantosos del mal, el artista se hace de alguna manera voz de la universal espera de redención”.
El teólogo Hans Urs von Balthasar abre su gran obra titulada «Gloria. Una estética teológica» con estas sugestivas expresiones: “Nuestra palabra inicial se llama belleza. La belleza es la última palabra que el intelecto pensante puede osar pronunciar, porque ella no hace otra cosa que coronar, cual aureola de esplendor inalcanzable, el doble astro de lo verdadero y del bien y su indisoluble relación”.
El camino de la belleza nos conduce, entonces, a tomar el Todo en el fragmento, el Infinito en lo finito, Dios en la historia de la humanidad. En este sentido, Simone Weil escribía: “En todo aquello que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de lo bello, está realmente la presencia de Dios. Hay casi una especie de encarnación de Dios en el mundo, del cual la belleza es un signo. Lo bello es la prueba experimental de que la encarnación es posible. Por esto, cada arte de primer orden es, por su esencia, religiosa”.
Queridos Artistas, quisiera dirigiros un cordial, amigable y apasionado llamamiento. Vosotros sois los custodios de la belleza; tenéis, gracias a vuestro talento, la posibilidad de hablar al corazón de la humanidad, de tocar la sensibilidad individual y colectiva, de suscitar sueños y esperanzas, de ampliar los horizontes del conocimiento y del compromiso humano. ¡Sed agradecidos por los dones recibidos y plenamente concientes de la gran responsabilidad de comunicar la belleza! ¡A través de vuestro arte sed anunciadores y testimonios de esperanza para la humanidad! ¡Y no tengáis miedo de relacionaros con la fuente primera y última de la belleza, de dialogar con los creyentes, con quien, como vosotros, se siente peregrino en el mundo y en la historia hacia la Belleza infinita! La fe no quita nada a vuestro genio, a vuestro arte; es más, los exalta y los nutre, los anima a atravesar el umbral y a contemplar con ojos fascinados y conmovidos la meta última y definitiva, el sol sin crepúsculo que ilumina y hace bello el presente.
San Agustín, cantor enamorado de la belleza, reflexionando sobre el destino último del hombre, escribía: “Gozaremos, entonces de una visión, o hermanos, nunca contemplada por los ojos, ni oída por las orejas, nunca imaginada por la fantasía: una visión que supera todas las bellezas terrenas, aquella del oro, de la plata, de los bosques y de los campos, del mar y del cielo, del sol y de la luna, de las estrellas y de los ángeles; la razón es esta: que esa es la fuente de cualquier otra belleza”.