La experiencia de nuestro salmista viene al encuentro de todo corazón cansado. Cansado de tener y perder, de amar y desamar, de abrazar y despertar en soledades; cansado de recoger desalientos y decepciones, de encumbrarse y agotarse de tanto mantener el equilibrio en una cima inestable. Cansado de amar todo lo que el tiempo tiende a desgastar, de alcanzar conquistas y metas cuyos destellos resplandecen al compás de un reloj de arena. En definitiva, cansados de ser sólo desde nosotros mismos y no desde Dios. Por eso, en su lucidez, el hombre comprende que vale la pena arriesgar todo y ponerse en camino hasta llegar junto a Él. Posiblemente haya llegado marcado por heridas y jirones, producto de sus desánimos, crisis y también de sus pecados…, no importa, ha llegado.
El mismo Jesús nos empuja, o mejor dicho, nos atrae, mueve nuestros pasos hacia Él: “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). Así como la tierra contiene en sí la ley de la gravedad por la que ejerce una fuerza de atracción hacia sí misma en todo lo que respecta a su ámbito espacial, también el Hijo de Dios tiene lo que podríamos llamar su peculiar ley de la gravedad; ésta hace que el corazón y el espíritu exhausto del hombre, tiendan esperanzadamente hacia Él. En este sentido, podríamos comparar al Señor Jesús con una especie de imán cósmico que recoge todas nuestras sensibilidades, los pálpitos de todo corazón que busca la Verdad, el Amor perfecto y la plenitud de la Vida. Por supuesto que un corazón “satisfecho” que ha encajado perfectamente con los arneses en los que le han encadenado y sometido, puede llegar a ser prácticamente inmune a esta atracción.
Hablamos, sin embargo, del corazón que ha tomado conciencia de sus cansancios, de la inutilidad de sus esfuerzos para saciar su insaciabilidad. Es el corazón que justamente, por haber tomado conciencia de los límites de sus logros y haberes, se ha hecho buscador del Eterno, del Invisible, de la Vida. Han sido tantas sus carencias, y, al mismo tiempo, ha puesto tanta confianza en su encuentro con Dios, que, cuando lo halla, se apropia de la experiencia del hombre de fe del autor del salmo 63. Estremecido de júbilo, repite con él: “mi alma se aprieta contra ti, Dios mío”.
Damos rienda suelta a nuestra imaginación y escenificamos el encuentro, el cara a cara del buscador con Dios. Afinamos el oído y nos parece oír el susurro de su alma: “Mi amado es para mí y yo para mi amado” (Ct 2,16). Es posible que, al oírse a sí mismo, se pregunte si se ha vuelto loco. Es la hora de la desconfianza, puede llegar a pensar que su fantasía le ha jugado una mala pasada.
Dios le saca de sus miedos y cuitas susurrándole también algo a su oído en estos términos: “Toda hermosa eres amada mía, no hay tacha en ti” (Ct 4,7). No, no hay duda. Ha oído la voz de Dios llena de amor sobre su alma. Y acaece que no hay mancha alguna en todo su ser. Lo sabe, además es consciente de que el mismo Señor Jesús le ha limpiado con su Evangelio: “Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado” (Jn 15,3). Tiene la certeza de que gracias a Jesucristo ha llegado a estar cara a cara con el Padre (Mt 5,8).
El alma oye y calla. Fin de su viaje. Su cara a cara con Dios provoca en su interior un discurso bellísimo: ¡Bendito el día en que aposté por ti, el día en que arriesgué todo por salir de mis dudas para saber si eras una ficción o alguien que tiene un rostro! ¡Bendito, sí, bendito ese día porque ya desde mis primeros pasos hacia ti, mi corazón cansado empezó a disfrutar de tu descanso! ¡Bendito seas porque, al igual que el salmista, contemplo tu serena e incomparable belleza! Despide tanta bondad que también yo siento la necesidad de hacer resonar por todo el mundo esta invitación: “Gustad y ved qué bueno es Dios, dichoso el hombre que se cobija en Él” (Sl 34,9).
Antonio Pavía.