Zacarías, padre de Juan, lleno del Espíritu Santo, profetizó diciendo: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas. Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán. Para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días. Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz”. LUCAS 1, 67-79
Hoy es Nochebuena y mañana es Navidad. Jesús llegará de noche, una noche sin tinieblas pues nos visita “el sol que nace de lo alto”. Pero antes de que llegue Jesús la Iglesia nos pide que consideremos el nacimiento de Juan, su mensajero, el hijo de Isabel, la estéril, el único hombre nacido de mujer que fue santificado en el vientre de su madre cuando por obra del Espíritu, a los seis meses de gestación, reconoció a Jesús en el vientre de María, y que luego, a su vez, pasados treinta años, como si Jesús quisiera corresponder a tan insólito anuncio de bienvenida, es reconocido por este como el mensajero que ha de preparar sus caminos delante de él.
Así, Juan el Bautista, es el Elías anunciado por el profeta Malaquías (3,23) “…antes de que venga el Día del Señor, día grande y terrible”, y del que Jesús nos dice que ”no hay entre los nacidos de mujer profeta más grande que Juan” (Lucas 7,28). Así lo proclama Zacarías, su padre, en este bello canto de alabanza que es un punto y aparte en el relato evangélico de Lucas, en el que predomina sobre todas las cosas el valor profético del reconocimiento de Jesús como el Mesías esperado, y donde la expresión “y a ti niño te llamarán profeta del Altísimo”, junto a su valor intrínseco como testimonio de la misión que aguarda al mensajero que nace para con el Dios que ha de llegar, encierra también la emoción inenarrable del padre que bendice, cuando se refiere directamente al hijo que le acaba de nacer, ya en su ancianidad y contra toda esperanza.
Hay tal suma de prodigios en estos acontecimientos que preceden a la venida de Jesús, y que se producen en ámbitos tan inesperados, con procesos tan sublimes y fuera de toda posibilidad humana, y a la vez, tan sencillos, tan naturales, tan maravillosamente frágiles, y también, tan difíciles de comprender, que parece que todo eso nos va preparando para ese otro misterio del designio divino en la plenitud de los tiempos, cuando el Padre, de entre todas las criaturas que poblaban el mundo, puso su mirada en una niña virgen de Nazaret y la eligió para ser la madre de Jesús, el Dios con nosotros, que nacerá de mujer y será verdadero Dios y verdadero hombre, el Mesías que anunciaron los profetas.
Cerremos, pues, los ojos. No queramos comprender. Dejemos que nuestro corazón se impregne del amor que se nos anuncia. Porque todo es un acto de amor del Padre que está en los cielos, hacia nosotros, sus hijos. Abracemos el misterio inefable que nos llega por el “hágase en mí” de María, y entre tanto, posemos nuestra mirada en este niño que hoy nos nace para anunciar su llegada.