«En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle la llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó: ‘Padre Abrahán, ten piedad de mi y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas’. Pero Abrahán le contestó: ‘Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros’. El rico insistió: ‘Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento’. Abrahán le dice: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen’. El rico contestó: ‘No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán’. Abrahán le dijo: ‘Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto’»». (Lc 16,19-31)
En un posible ejercicio de lectura creyente, cabe buscar las concurrencias bíblicas en las que se anuncia un título de felicidad y de dicha. Conocemos el discurso del monte que trae el evangelio de Mateo, en él se concentran las bienaventuranzas. Sin embargo, a lo largo de los textos sagrados también se encuentran pasajes en los que se revelan motivos para alcanzar la alegría en el corazón en esta vida y en la eterna.
Hoy las lecturas acumulan exclamaciones que concuerdan entre sí en el ofrecimiento de bendición divina. El profeta, el salmista y el Evangelio coinciden en declarar algunos títulos por los que alcanzará la felicidad. Dice el profeta: “Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza” (Jr 17), y apostilla el salmo: “Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor” (Sal 1). Y la Iglesia recuerda, al hilo de las expresiones anteriores: “Dichosos los que con un corazón noble y generoso guardan la palabra de Dios y dan fruto perseverando” (cfr. Lc 8, 15).
Podríamos interpretar, naturalmente, que la bienaventuranza va unida a la suerte, a la fama, al bienestar, al dinero, a la salud. Sin embargo, la parábola lucana señala una gran paradoja, que deberemos tener muy en cuenta. Dice San Lucas: “Se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán” (Lc 16), que es el lugar de los bienaventurados. Y más adelante describe que se murió el rico y descendió al lugar del tormento.
La confianza en Dios, el seguimiento de la voluntad divina, la fe, el abrazo a la providencia, el cumplimiento de los mandamientos, la escucha de la Palabra y el llevarla a cabo conceden bendición.
Santa Teresa de Jesús
La maestra espiritual tiene también sus bienaventuranzas. Por ejemplo, la de ver progresar a una persona por dentro: “Paréceme que debe ser uno de los grandísimos consuelos que hay en la tierra, ver uno almas aprovechadas por medio suyo. Dichosos a los que el Señor hace estas mercedes; bien obligados están a servirle” (Los Conceptos del Amor de Dios 7, 6).
Es clásica la bienaventuranza que se desprende de la humildad: “La que le pareciere es tenida entre todas en menos, se tenga por más bienaventurada” (Camino de Perfección 13, 3).
Y sorprende el título de bienaventuranza que concede a quienes se dedican a hospedar como Santa Marta: “Santa era santa Marta, aunque no dicen era contemplativa. Pues ¿qué más queréis que poder llegar a ser como esta bienaventurada, que mereció tener a Cristo nuestro Señor tantas veces en su casa y darle de comer y servirle y comer a su mesa? Si se estuviera como la Magdalena, embebidas, no hubiera quien diera de comer a este divino Huésped” (Camino de Perfección 17, 5).
Ángel Moreno