Se acercaron unos fariseos a decir a Jesús: “Sal y marcha de aquí, porque Herodes quiere matarte”. Jesús les dijo: “Id a decirle a ese zorro: Mira, yo arrojo demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día mi obra quedará consumada. Pero es necesario que camine hoy y mañana y pasado, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén”. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, y no habéis querido. Mirad, vuestra casa va a ser abandonada. Os digo que no me veréis hasta el día que digáis; “Bendito el que viene en nombre del Señor” (San Lucas 13, 31-35).
COMENTARIO:
Es sobrecogedor este pasaje, relatado por San Lucas con una sobriedad que acentúa la trascendencia y el dramatismo del momento. A Jesús le avisan unos fariseos para que se ponga a salvo, pero el Señor responde con dureza, quizá porque sabe que ese aviso “bienintencionado” proviene del mismo Herodes, ese “zorro” taimado que busca acallarle y atemorizarle.
Jesús responde con libre sinceridad exponiendo directamente cuál va a ser su trayectoria, que le llevará a la muerte, igual que a tantos profetas.
Por eso, Jesús se duele, más que por sí mismo, por su pueblo, por esa Jerusalén rebelde y desagradecida que no quiere acogerse al refugio de Dios.
Esta escena es también la propia profecía de la Pasión salvadora de Jesús, desde el momento de la entrada en Jerusalén montado en un asno, cuando el pueblo, veleidoso, le aclame para, una semana después, pedir su muerte.
Ese pueblo de Israel, esa Jerusalén, somos también nosotros que nos rebelamos y pretendemos poner trampas al mismo Dios para quedar bien, como si pudiéramos engañar a nuestro Creador; que decimos una cosa, pero hacemos otra, que somos capaces de traicionar y negar a Jesús.
Pero Cristo nos conoce, muere por nosotros y resucita, nos atrae hacia el cobijo de sus alas con un amor insistente e inquebrantable.