En aquellos días, María se levantó y puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y, levantando la voz exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (San Lucas 1, 39-45).
COMENTARIO
En estos días inmediatos a la Natividad del Señor, María es la protagonista esencial de todos los textos evangélicos. También lo es en el de hoy.
La tradición cristiana sitúa la casa de Isabel y Zacarías en Ein-Karen, un hermoso lugar entre montañas, al oeste de Jerusalén. Y el texto de Lucas, escueto no nos precisa los días que duró el viaje de María desde Nazaret. Pero podemos deducirlo de modo aproximado: son más de 150 Km. de distancia, lo cual, tanto si fue a pie como a lomos de un asno, supone no menos de una semana; además, por caminos peligrosos, infestados de bandidos. Un viaje largo y arriesgado.
Todo ello nos habla del carácter resuelto, valiente y generoso de María. Sabiendo que su pariente Isabel estaba embarazada en su vejez, y que la gestación y el parto serían difíciles, no dudó en ir aprisa a ayudarla en ese trance. Pero hay algo más: su fe. Incorporada ya al plan divino de la salvación, y sabiendo que Isabel participaba también del misterio, necesitaba ir a compartir con ella su gozo íntimo por la obra de Dios. Ya viajara sola o acompañando a una caravana, como era lo usual, arrostró peligros, cansancio y dificultades con decisión y conciencia de hacer, con ello, la voluntad de Dios.
El encuentro entre ambas madres gestantes hubo de ser una escena emocionante: envueltas en el misterio del obrar divino.
notan que sus respectivos hijos se conocen ya. El futuro Juan Bautista tiene ya el espíritu profético en el vientre de su madre, y ello le permite sentir la presencia del Salvador, y saltar de alegría por ello. Su madre experimenta ese gozo, se llena de emoción presenciando el acontecer del Todopoderoso, y no puede menos que bendecir a aquella en la cual el mismo Dios viene a visitarla a su casa.
-«¡Dichosa tú, que has creído!». No como Zacarías, que dudó de la palabra del Señor, transmitida por el ángel, y quedó mudo.
María no dudó, aceptó sin reservas el plan de Dios para ella, y por esa fe concibió al Hijo del Eterno. Ella puede ahora expresar toda la alegría de su corazón con una exultación, el Magníficat, que es el texto que sigue a este relato, y que la Iglesia repite cada día en la oración de la tarde. Ella es dichosa por haber creído la Buena Noticia que recibió, ya que experimenta que lo que le fue anunciado empieza a cumplirse, por obra del Espíritu divino.
Así ocurre también en el cristiano: es dichoso si cree en el plan de Dios para él, pues a partir de ese momento inicial de fe, su vida cobra un sentido insospechado; participa ya del plan divino de salvación universal. Y ello le cambia radicalmente su existencia.
Podemos ser dichosos por la fe, pues ella nos permite experimenta a un Dios infinitamente cercano, que tiene un designio glorioso par cada uno; que hará, de una pobre criatura destinada a la muerte, un hijo adoptivo, semejante al Hijo, para vivir para siempre en su presencia y en su amor.
Misterio inmenso, que hoy podemos contemplar a través de esta Palabra: como María, somos llamados a abrir nuestro ser a la obra del Espíritu, para que ahí pueda nacer un hijo de Dios. Felices nosotros, si podemos creer en ello.