He aquí la original grandeza de Israel. Es grande en su terquedad, en su capricho, en su desobediencia; pero más grande aun en la calidad e intensidad de su oración. Es grandeza y también elegancia: ¡Dios, tú nuestro Padre…! ¡Sea tu Palabra siempre con nosotros…! ¡Mira que somos tu heredad…! Son oraciones que brotan de su propia historia; no nacen de su supuesto amor a Dios, sino de la experiencia que tienen de ser amados por Él. Nacen también de la profundísima conciencia de su debilidad moral. Hasta tal punto sabe que no puede ser fiel a Dios, que, como encarándose con Él, le grita que baje, que descienda Él mismo a habitar con ellos. Quizás así se pueda un día hablar de correspondencia en lo que se refiere al amor y a la fidelidad. Israel, el pueblo sabio por excelencia, pide a gritos la Encarnación de Dios: «¡Ah si rompieses los cielos y descendieses…!» (Is 63,19).
¡Ven con nosotros porque no sabemos ni escucharte, mucho menos obedecerte! ¡No sabemos amarte y menos aún abrazarte! ¡No sabemos estar contigo, ven tú y ámanos, abrázanos, estate con nosotros, apriétanos contra ti! Lo hizo. Se encarnó. Y para que no fuésemos esclavos ni siervos convirtió —como dicen los santos Padres de la Iglesia como Melitón de Sardes— la ley en Palabra, el mandamiento en gracia. La Palabra y la Gracia se hicieron Emmanuel, Dios con nosotros (ver Jn 1,14).
El Emmanuel atravesó el último mar Rojo del hombre, el de la muerte. Resucitado, abrió un camino hacia nuestros corazones y en ellos sembró su Palabra ver (ver Lc 24,45). Con este acto salvador nos capacitó para
corresponder a Dios en amor y fidelidad. El Señor Jesús venció la muerte con sus miedos y desconfianzas, enquistados en lo más profundo de nuestro ser. Inauguró así la nueva relación del hombre con Dios según el espíritu y la verdad (ver Jn 4,24). A partir de entonces, el hombre tiene acceso a la Belleza en estado puro, se abre a la Hermosura indescifrable de su Misterio. Conocemos lo que podríamos llamar la excelencia de la Fascinación. Lo llamamos así porque lo que se abre a nuestro ser no tiene nada definido en el sentido de que es incatalogable. Es el Misterio siempre abriéndose, siempre sorprendiendo, siempre en expansión… Lo que realmente fascina es que, viéndolo como totalmente Otro, lo vemos también connatural a lo que se expande desde nuestro propio ser.
De ahí que esta inmensurable belleza y hermosura de Dios, como quien dice puesta a nuestro servicio, provoque una fascinación única, absolutamente única y original. Sólo desde esta singular experiencia podríamos aproximarnos a medir lo que es inmedible: el amor de Dios. Es, como digo, inmedible; sin embargo, Él mismo lo ha puesto a nuestro alcance para ser abarcado… Inconcebible, pero así es. El hombre acoge, asombrado y agradecido, el ofrecimiento; y, desde la fuerza que le dan sus descubrimientos, se lanza a abarcar más y más, pues, como diría San Juan de la Cruz «la herida duele y le deja con gemido…»
Quizá ahora entendemos en su justa medida el grito de David: «Aprieta mi alma contra ti». No fue un quiebro poético, sino un grito de supervivencia: ¡no podía vivir sin Dios! Grito de vida fue el que lanzó Jesús al Padre al saberse vencedor de la muerte en el estertor de su agonía: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!» (Lc 23,46). Aprieta mi alma contra ti, Señor Jesús, clamó Esteban en el momento de sellar su discipulado con su sangre (ver Hch 7,59). «Aprieta mi alma contra ti» es profecía en David, cumplimiento en el Señor Jesús y don en sus discípulos representados por Esteban.
A la luz de este recorrido, podemos afirmar que el torbellino de amor que tomó cuerpo en la esposa del Cantar de los Cantares —quien, al límite de sus fuerzas, sólo acertó a decir «su izquierda está bajo mi cabeza y su diestra me abraza»—, nos pertenece a todos. Es el canto sublime de toda alma que ha encontrado a Dios. La letra de esta canción es la misma para todas las almas. La música no. La música, con su correspondiente partitura, es única y original para cada una. No es ni será nunca de dominio público, porque es su regalo de bodas. Es para ser cantada a dúo, y sólo la saben interpretar Él y ella.