En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario, no tenéis recompensa de vuestro Padre celestial.
Por tanto, cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser ser honrados por la gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa.
Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.
Cuando recéis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa.
Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará.Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo que ya han recibido su paga.
Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará». Mt 6,1-6.16-18
La Cuaresma es un tiempo especial de preparación para la Pascua. Por ello la Iglesia, al comienzo de la misma nos propone el itinerario que hemos de seguir.
Si la Pascua supone nuestra comunión en los padecimientos y en la resurrección de Cristo, el camino que nos conduce hasta nuestra identificación con él pasa por la obediencia total al Padre. Por ello, se nos propone el primer mandamiento: “Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”.
Para amar al Señor con todo nuestro corazón se nos propone el ayuno. El desapego de todas las cosas que nos atan a este mundo, pues tenemos nuestro corazón sujeto a recuerdos, seguridades, refugios a dónde acudir en los momentos de dificultad, olvidando que sólo el Señor es nuestro escudo. Se trata del primer paso para lograr la libertad, el que le pidió el Señor a Abraham: “Sal de tu tierra, de la casa de tus padres y vente a la tierra que yo te mostraré”. Si nuestro corazón está sujeto a los tesoros que hemos acaparado, allí se quedará incapaz de seguir a Cristo en su caminar por donde no se sabe, en total confianza hacia su Padre. No se puede estar mirando al pasado echando la mirada atrás porque Cristo camina decididamente hacia su destino: dar la vida por la salvación del mundo. El “sufrimiento” que supone el desapego de las seguridades pasadas nos ayuda a vivir en la castidad, teniendo como Señor a Dios solo, una vez abandonados los ídolos de este mundo.
En segundo lugar se nos pide, también como a Abraham, amarle con todas nuestras fuerzas. Nuestras fuerzas son todas aquellas cosas con las que contamos para asegurarnos la vida: nuestros haberes, nuestros proyectos, nuestro futuro. Por eso mismo pedirá el Señor al Patriarca, el sacrificio de su hijo Isaac. Era el fruto de la promesa, el que aseguraba la descendencia que tanto anhelaba Abraham, pero el apego a su hijo la había hecho olvidar que la vida le venía no del don sino de Aquel que concede el don, pues Dios es más que los dones de Dios. Abraham ha de aprender a caminar en la pobreza apoyado solo en Dios y no en sus fuerzas.
Ahora bien: si uno ha dejado su pasado e hipoteca su futuro, ¿qué le queda? Nada. ¿Tan celoso es nuestro Dios y tan exigente que no permite que el hombre se quede con algo? Surge, entonces, la duda de la razón: ¿obedezco o no a Dios? ¿Me fio o no de Él? Es la decisión que ha de tomar el hombre en el presente, una decisión que, aparentemente, contradice la razón, por eso se le pide la oración para entrar en la obediencia, como Jesús en Getsemaní.
Pero, porqué pide Dios este sacrifico hasta el extremo. Precisamente para que el hombre despojado de todo pueda ser llenado del todo por Dios, porque mientras tenga algo propio no puede ser lleno de Dios. Lo que en realidad pide Dios es poco a cambio de mucho, nada a cambio de todo. Como bellamente expresará S. Juna de la Cruz: “para tenerlo todo has de darlo todo, para llenarte del todo has de vaciarte del todo, para ir donde no sabes has de ir por donde no sabes”.
Este es el camino que nos lleva a la Pascua, a nuestra identificación con Cristo muerto y resucitado: el ayuno que sostiene la castidad, la limosna que nos fortifica en la pobreza, la oración que nos enraíza en la obediencia. De este modo seguimos los pasos de Cristo: casto, pobre y obediente, hasta la consumación y la glorificación de su Pascua y de la nuestra.
Ramón Domínguez