En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.
Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.
Pero, ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!.
¡Ay de vosotros, los que estáis saciados!, porque tendréis hambre!.
¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!.
¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas». (Lucas 6, 20-26)
Fuertes, muy fuertes estas palabras del Hijo de Dios. Muy fuertes y que van dirigidas de una forma especial a aquellos a quienes llama a lo largo de la historia a ser sus pastores. Fijémonos, por ejemplo, cuando dice: “¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!” Esta denuncia es punto de atención obligada y permanente para todos los que hemos recibido la misión de pastorear al pueblo de Dios, de predicar el Evangelio de la Gracia. Lo es porque no estamos libres de la tentación de desvirtuar la vida que contiene el Evangelio rebajándolo hasta convertirlo en “una sugerencia de Jesús”, anulando así la fuerza de la gracia que es el motor de toda conversión. Por otra parte, si le quitamos al Evangelio su sal medicinal, podríamos ser aplaudidos y apoyados por los hombres, los mismos que se acomodan a estos pastores por comodidad espiritual. Ambos, pastores y ciudadanos, son carne de cañón para el escepticismo.