Al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole: “Señor, tengo en casa un criado que está paralítico y sufre mucho”. Jesús le contestó: “Voy yo a curarlo”. Pero el centurión le replicó: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y digo a uno: “Ve”, y va; y a otro: “Ven”, y viene; a mi criado: “Haz esto”, y lo hace”. Al oír esto, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: “En verdad os digo que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y de occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos”. (Mt. 8, 5-11)
Este Evangelio confirma, una vez más, que Jesús ha venido para traer la salvación a todos los hombres. Por eso atiende a este centurión, como también lo hizo con la cananea y con la mujer samaritana, a pesar de no ser judíos, por la fe que demuestran tener en él.
La fe en la divinidad de Jesucristo es indispensable para poder acoger los bienes que nos ofrece y acceder al reino de Dios, al que nos era imposible llegar por estar corrompida nuestra naturaleza desde que Adán cometió el pecado original.
La fe no se obtiene por un acto de voluntad; como todo lo que vale, es un don de Dios que lo otorga a quienes le parece bien. Para conseguir este maravilloso don es necesario que cada persona lo desee vivamente. Todos somos libres y capaces de desear el bien. Si deseamos la fe que nos conduzca al reconocimiento de la divinidad de Jesucristo con toda el alma, con vehemencia, sin doblez de corazón y sin tibieza, es indudable que Dios nos la concederá. ¿Cuándo? En el momento que él considere oportuno, no cuando a nosotros nos parezca bien. Y ese momento, siempre será el mejor para que consigamos entrar en el cielo, el día que el Señor tenga previsto para ello.
En nuestra libertad, lo único que hemos de hacer es avivar el deseo. Una vez obtenida la fe, actuaremos de acuerdo con ella, es decir, amaremos a Dios y a los demás hombres, incluso a los que nos dañan, como él nos ama. Esto nos dará una felicidad desconocida para los que carecen de este don.
Todo lo que antecede no quiere decir que se pueda disfrutar de la fe sin luchas. Será preciso combatir al maligno con la ayuda del Espíritu Santo para no caer en la tentación, mantener la fe e incluso, robustecerla y poner todo el empeño en conseguir que los demás hombres lleguen a poseerla mediante el conocimiento de Jesucristo, que, dicho sea de paso, infinidad de muestras dio con su vida, pasión, muerte y resurrección para demostrar que es Dios.