Aquel día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: «Vamos a la otra orilla».
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un cabezal.
Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?».
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!». El viento cesó y vino una gran calma.
Él les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?»
Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: « ¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen! ».(Marcos 4, 35-41)
Este evangelio, a mí, personalmente, me reconforta. Que la última palabra la tenga Jesucristo cuando los vientos y las tormentas de la vida arremeten contra mi construcción, contra mí misma, o contra los míos, me parece fantástico. Eso me ayuda, me hace entrar en el descanso. El Señor siempre está ahí para sosegar las tempestades, está ahí cuando clamo y le llamo sinceramente. Entonces, acontece y me dice una vez más, ¿por qué tienes miedo? ¿Es que te falta fe?.
Y sí, me falta fe. Jesús es el Señor de la Historia, también de mi historia personal -y de la tuya, si le dejas- y en este sentido, ¿qué mejor patrón que éste para llegar a buen puerto? ¡Silencio, enmudece! increpó ante un mar embravecido… y todo recobró su calma. Esta Palabra de Dios rezuma esperanza. ¿Por qué te abates alma mía? ¿Por qué te turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo, dice el salmo. Qué maravilla, vivir los acontecimientos de nuestra vida en esa esperanza, que Dios está detrás, que ni uno solo de nuestros cabellos se cae sin que Él lo permita. Que todo tiene un sentido, aunque nosotros en este momento seamos incapaces de verlo. Ánimo, ten fe, nos dice. Ánimo, que vengo pronto.
Señor, danos esa fe por la que estemos seguros en las cruces, afanes y desengaños de la vida. Danos esa confianza de estar en las manos de un Padre bueno que nos quiere con ternura infinita, y que no permite que resbale nuestro pie. Enséñanos, Señor, a dejar nuestra libertad en tus manos. Enséñanos a confiar, y a vivir como un niño pequeño en brazos de su madre.