«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo’. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”». (Mt 5, 43-48)
Comienza el texto del evangelio de hoy con una muestra de lo que Jesús dijo en otra ocasión: “No creáis que he venido a abolir la ley y los profetas, no he venido a abolir si no a dar cumplimiento” (Mt 5,17). Al igual que hace en este de hoy, así empiezan muchos de sus discursos: “Habéis oído que se dijo…. pero yo os digo”. Jesús no predica como un profeta más, intérprete y divulgador de una ley ya promulgada. Él, investido por el Espíritu, se muestra con la autoridad del Mesías, enviado de Dios. Y superponiéndose a la sobrevaloración de la ley, deja clara una vez más lo que es la base de toda su doctrina: el amor.
En el Antiguo Testamento ya estaba el mandato del amor: “Ama a tu prójimo” (Lv 19,18), pero aquí se nos manda amar al enemigo. Nos presenta una situación límite: amar aunque el prójimo sea alguien que nos ha causado males y daños. Siempre, en toda ocasión, el cristiano tiene el deber de amar. La ley del cristianismo es el amor.
Amar al enemigo, tal como consideramos en el mundo el amor, nos resulta muy difícil. La injusticia, la humillación y tantas ofensas que los humanos nos infligimos mutuamente hacen nacer sentimientos de venganza, de revancha, odio, rencor hacia nuestro ofensor. Quizá las ofensas leves pueden borrarse con el olvido, pero la muerte o el daño grave causado a un hijo u otro ser querido es en muchos casos humanamente imposible.
Parece que el mismo Jesús nos da la solución de rezar por ellos para que Dios nos eche una mano. Tendremos que habituarnos, incluso antes de que se haya producido la ofensa, a tener en cuenta en las oraciones a aquellos que un día nos harán daño. Así lo rezamos en el padrenuestro, como un entrenamiento de nuestra obligación de perdonar y amar al que nos ofende. Sabemos de muchos mártires, como Esteban, que han muerto pidiendo a Dios el perdón para quienes les torturaban. Solo con la ayuda de Dios las almas pueden llegar a este heroico sentimiento espiritual.
Es este uno de los pasajes evangélicos más inquietantes, y no solo por el complejo mandato de amar al enemigo, sino también por la tajante proposición final de ser perfectos —con el ejemplo, nada menos, que de el mismo Dios. Jesús sabe bien que ni lo somos ni vamos a conseguir nunca ser perfectos como su padre Dios, pero nos anima a fijarnos esta imprescindible meta para la vida del cristiano; esta conciencia de que tenemos la obligación utópica de correr, ascender, subir un peldaño cada día, con la humildad de la hormiga que emprende animosa el camino lleno de dificultades.
El cristiano no puede decir nunca: “lo he logrado”. Está siempre en camino. Nunca llega porque marcha hacia un fin de perfección imposible; tiene que aceptarse limitado, débil y seguir adelante avanzando poco a poco al encuentro del Dios amor.
Mª Nieves Díez Taboada