«Moisés era pastor del rebaño de Jetró su suegro, sacerdote de Madián. Una vez llevó las ovejas más allá del desierto; y llegó hasta Horeb, la montaña de Dios» CÉx 3,1).
Podríamos decir que todos los acontecimientos narrados hasta ahora respecto al Éxodo han sido como el pórtico grandioso que nos adentra en la eximia historia de liberación que Dios hace con su pueblo. Nos aventuramos más y afirmamos que, de la misma manera que Dios ha preparado un pueblo para manifestarse al mundo, se ha preparado también un hombre hecho a la medida del amor liberador que va a desplegar sobre este su pueblo santo. Un amor que tiene sus puntos históricos verificables, y que recorren la gran epopeya de Israel desde su salida de Egipto hasta la llegada y conquista de la tierra prometida.
Así pues, culminado lo que hemos dado en llamar el pórtico introductorio, el autor del Éxodo nos presenta la figura de Moisés que poco tiene que ver aparentemente con lo que de él hemos visto hasta ahora. Como pudimos observar, el Moisés del que se nos ha hablado es alguien que quiso cambiar la suerte del pueblo oprimido a su manera.
El Moisés que nos presenta este capítulo tercero es un simple pastor. El rebaño que apacienta ni siquiera es suyo; pertenece a su suegro del que sabemos su nombre: Jetró. Parece otro hombre. No es el Moisés impulsivo que se entrega a una causa, aun cuando la más mínima prudencia avisa de que es una causa perdida. Parece como que ya se ha quemado en su breve experiencia de libertador. Le vemos acoplado, acomodado a una nueva vida sin mayores problemas. Es un hombre satisfecho, ha encontrado una buena mujer, Séfora, que ya le ha dado su primer hijo, Guersom. Todo da a entender que ya no puede pedir nada más de la vida.
En éstas, y cuando todo discurre normal y satisfactoriamente en Moisés, el autor del Éxodo da un giro brusco a su narración y nos habla de una zarza ardiente. Es un acontecimiento que no se ve venir; no hay nada en la exposición de los hechos anteriores que nos prepare para su aparición. Digamos que, si impulsivo nos pareció Moisés cuando hizo su primer intento por arreglar las cosas de su pueblo, más, mucho más impulsivo nos presenta el autor a Dios en su forma de actuar cuando llega la hora de actuar.
Efectivamente, ha llegado la hora de coger el testigo de la promesa hecha por Dios a Abrahán. Este patriarca había oído de parte de Dios que su descendencia llegaría a ser una gran nación: «Yahvé dijo a Abrahán: Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición» CGn 12,1-2).
La catequesis de la zarza ardiente empieza con una descripción de Moisés que es toda ella una figura profética de lo que va a ser, en qué va a consistir la misión que Dios le va a confiar. Recordemos que este pasaje empieza diciendo que Moisés había llevado su rebaño por el desierto, lo sobrepasó y lo condujo hasta el Horeb, que para Israel es la montaña de Dios.
Fácil nos es ver en estas palabras la intención del autor, indudablemente inspirado por el Espíritu Santo. Parece como una premonición de la misión que va a recibir el patriarca: tomar bajo su cayado al pueblo de Dios y conducirlo con la fuerza de lo alto hacia la liberación. Recordemos que no hay mayor liberación que el saberse pertenencia de Dios. Esa es la experiencia fundamental que hace Israel desde que sale de Egipto hasta que alcanza la tierra prometida. Ésta es también la radical e inigualable experiencia que está llamado a hacer todo hombre a lo largo de su vida a través de los múltiples desiertos que se le presentan.
Ésta es, en definitiva, la conciencia que marcará a Israel por siempre a lo largo de toda su historia: su ser heredad de Dios. A esta experiencia, fraguada al compás de su caminar por el desierto, apelarán cuando sus pecados y culpas atesten contra ellos. Así lo hizo el mismo Moisés cuando Israel se dejó tentar y vencer por la desconfianza, y cambió al Dios que le había sacado de Egipto, que le había abierto las aguas del mar Rojo, alimentado a lo largo del desierto, etc., por un animal inmóvil, estático: el becerro de oro. Grande e incomprensible fue la culpa. Grande e incomprensible también, o por lo menos audaz hasta la osadía, fue la intercesión de Moisés. Movido por su confianza en el Dios que le llamó, intercedió ante Él esgrimiendo el argumento que habría de provocar su perdón: «[Recuerda que somos tu herencia, tu heredad!» (Éx 34,8-9).
Somos tu heredad, repetirá una y otra vez el pueblo santo ante las encrucijadas más dolorosas de su existencia, tanto cuando reconoce sus culpas como cuando está preso de la angustia, la persecución o la desgracia. En estas postraciones dolorosas las voces de los israelitas se elevan hacia lo alto gritando a Dios: [Recuerda que somos tu heredad! «Escucha tú desde los cielos, lugar de tu morada, y perdona a tu pueblo, que ha pecado contra ti, todas las rebeliones con que te han traicionado…, porque somos tu pueblo y tu heredad» (1R 8,49-51).