En aquel tiempo, decía Jesús a la gente: «Cuando veis subir una nube por el poniente, decís en seguida: «Va a caer un aguacero», y así sucede. Cuando sopla el sur, decís: «Va a hacer bochorno», y sucede. Hipócritas: sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, pues ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que es justo? Por ello, mientras vas con tu adversario al magistrado, haz lo posible en el camino por llegar a un acuerdo con él, no sea que te lleve a la fuerza ante el juez y el juez te entregue al guardia y el guardia te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que no pagues la última monedilla». (Lc. 12, 54-59)
Leo que este evangelio inspiró a Juan XXIII a convocar el Concilio Vaticano II para prestar atención a los Signos de los Tiempos. También a nosotros nos habla el Señor hoy, con una lectura que sin duda nos interroga.
Jesús estaba habituado a estar con gente sencilla, labradores y pescadores especialmente, que sabían perfectamente conocer la naturaleza. Pero tal vez no eran conscientes de la grandeza del momento histórico que estaban viviendo, compartiendo caminos con Jesús, el Hijo de Dios.
Y nosotros ahora, en una época marcada por la globalización, por la inmediatez de la comunicación, ¿no pretendemos entender nuestro mundo, los acontecimientos que cada día salpican la vida cotidiana? Todos sabemos entender lo que pasa internacionalmente y en nuestro país, pero tal vez no podemos discernir sobre nuestra propia historia, sobre nuestra vida. Tenemos recetas para todos y en múltiples situaciones lanzamos nuestros dardos envenenados, nuestras palabras y lamentos, sobre políticos, empresarios, banqueros….y todo tipo de personas. Pero tal vez somos incapaces de ver nuestro interior. Vemos la paja en el ojo ajeno y no la viga en el prójimo, porque siempre es más fácil acusar y dar recetas al otro que reconocer nuestras propias debilidades.
Los cristianos estamos en el mundo pero no pertenecemos a él sino al Reino de Dios. Y por ello tenemos una alta misión de la que no debemos abdicar: estamos llamados a sembrar esperanza en nuestro entorno, a realizar una función profética pero siempre sin juzgar al otro, que no nos corresponde. Por ello es importante atender a la parábola que el evangelista sitúa al final de este texto: es una llamada a la conciliación, al perdón, al amor incluso al enemigo. Es normal que el mundo ambicione los bienes terrenos, el poder, el dinero, el prestigio… Pero el Señor nos ha elegido y nos invita a situar el centro de nuestra vida en Él y en aspirar a un solo tesoro: el amor de Dios, la vida Eterna. Por ello tantas veces la Iglesia nos presenta los dos caminos, uno que lleva a la Vida y otro a la Muerte, uno basado en la bendición y otro en la maldición. La Iglesia nos exhorta a seguir el camino del hombre nuevo, renovado en Cristo, resucitado con Cristo, que busca seguir las bienaventuranzas y no embarcarnos en los lamentos y las maldiciones (Lc. 6, 20-30).
Debemos sentirnos alegres y bendecir a Dios. El, a pesar de nuestras precariedades, no ha elegido para colaborar con Él en la evangelización, en anunciar la Buena Noticia del Amor de Dios a esta generación. Y no podemos ser cómplices de un mundo que abandona a Dios y que reniega de Él. Aunque seamos de barro, somos portadores de un inmenso tesoro que hemos de compartir con quienes sufren, con tantas personas que viven en la desesperanza, en la desorientación y en la angustia. Y hemos de cumplir esta misión desde la humildad, como la Virgen María, que aceptó la misión que le fue encomendada.
Debemos estar atentos a los signos de los tiempos y afrontarlos e interpretarlos desde la fe. Y siempre con una actitud orante, pidiendo a Dios, Señor de la Historia, que promueva y extienda la misericordia en esta generación.