“María dijo:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su nombre santo y su misericordia llegan a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia —como lo había prometido a nuestros padres— en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».
María se quedó con ella unos tres meses y volvió a su casa. (Lc 1,24-28)
Comentar el “Magníficat”, el canto de María, es uno de los mayores retos que puede tener un comentarista del Evangelio. Tan simple y complejo a la vez, tan directo y tan rico en vetas preciosas de luces, de humildad y grandeza, de semillas y frutos, porque traduce el alma femenina inabarcable de una Madre de Dios. El primero en asombrarse de lo que escribió sería el propio Lucas, que empezó a darse cuenta de que el Espíritu Santo movía su pluma, y él era su mano de hombre para consuelo informativo nuestro.
Dice que dijo María lo que ya seguimos diciendo todas sus generaciones como canto. Decir y cantar, en la esencia de una proclamación, puede ser la misma cosa, aunque el canto conlleva los ritmos, la pausas, los sostenidos, los cambios en el tono y terciopelo en la voz, que lo hacen único para expresar la alegría y la pena del amor, la sorpresa y admiración de los encuentros. Hay realidades del alma que no pueden decirse bien sino cantando. El ser humano necesita el canto, que es de las pocas técnicas de encuentro que se usan en todas las culturas y en todas las posibilidades del amor. Sagradas y profanas, carnales y espirituales, profundas y superficiales, para dormirse o para bailar de gozo. Serán tonos distintos, ritmos particulares, sonidos de cuerdas bucales en todas sus gamas, o instrumentos que expresen lo que que la voz no puede o no quiere, pero la expresión suprema del hombre, que es el canto, siempre estará donde nace, sufre y muere el amor.
¡Qué ternura de tesitura de voz tendría María, que solo con oírla saludar, sin entender nada de lo que decía, pero comprendiendo todo lo que le traían, Juan, aún feto enclaustrado en el seno materno se puso a bailar! Al menos a patalear es seguro, porque su pataleo de alegría es puro Evangelio. Y si pataleó con el saludo ¿Qué no haría cuando María cantó su Magníficat? La respuesta la podemos encontrar los que tenemos fe, los que amamos a María, porque ella nos ha amado antes y ha venido a la soledad de nuestras montañas personales, en la luz de alegría que comunica Lucas al transcribir la esencia de María, en ese decir suyo que dijo en su canto: se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador.
Lucas no estaba allí en la montaña, pero el Espíritu Santo sí. Y como el Espíritu es el mismo allí que en cada tarde que nosotros lo cantamos en las vísperas, podemos acechar, recibir y gozarnos de su auténtica luz de alegría, cada uno en la medida que Dios nos dé. Sentir la alegría del Magníficat, y la calidad de esa alegría, es un baremo fiable de nuestra vivencia cristiana. Para saber la realidad, madurez y firmeza que tiene mi fe, un metro fiable es la alegría que siento al cantar con mi Madre la ‘grandeza del Señor’, mi Dios, mi Salvador, que mira lo pequeño, lo retoma y hace cosas grandes, cosas que llegan a los humildes de todas las generaciones, capacitándolos para cantar su Nombre.
Hay cantos de moda que duran un verano, otros pueden durar más como cumbre de algún estilo musical en algún momento de la historia, pero el “Magníficat” lo cantamos millones de personas diariamente desde hace ya miles de años. Es una forma de expresar nuestro ser cristiano. Y uno no se cansa de repetir lo mismo, como no se cansa de respirar, de comer el pan de cada día, o beber agua fresca de una fuente limpia. María y la alegría de su Espíritu, son esenciales del vivir en Dios ¡Por eso la llamamos Madre Bienaventurada!