La buena o la mala suerte de llamarme así (Don Gerundio me llaman hasta hoy, que mañana me llamarán Don Participio), hacía que de niño, de joven y de adulto se metieran conmigo, de bromas o sin bromas, y me soltaran continuamente eso de “arreando, que es gerundio” para que me pusiera al tajo.
He sido albañil y el jefe de obra estaba cada dos por tres mandándome la tarea y dirigiéndose a mí con la dichosa frasecita para hacer la masa, colocar ladrillos, subir al andamio, etc. Más de una vez, bueno, en realidad muchísimas veces, no he perdonado a mis padres que me bautizaran así y aún no me explico cómo el cura consintió en ello. Parece que mi abuelo, que fue un hombre leído en aquellos tiempos, conocía las aventuras y sermones de Fray Gerundio de Campazas (alias Zotes), y el cura que me cristianó asintió en la faena porque él sabía que el autor de tal personaje había sido también otro cura, el P. José Francisco de Isla.
El caso es que el andamio y el trabajo de albañil en la calle nos daban a mí y a mis compañeros ocasiones que ni pintadas para estar pendiente de cualquier chica guapa que pasaba por la calle, y ¡hay que ver la de piropos que les echábamos! La verdad es que muchas veces nos pasábamos de rosca y, como sabe todo el mundo, los albañiles (junto con los camioneros) hemos gozado de una fama de amantes de faldas y escotes… Y aunque yo estaba casado —ahora estoy jubilado hace más de doce años y me quedé viudo por entonces—, la vista se me ha ido siempre detrás de las mujeres (bueno, detrás y delante, con perdón).
Pues bien, Don Gerundio, que es un servidor, podría ser catalogado entre el número de los llamados “viejos verdes”, porque mis ojos han sido como los antiguos pucheros de pueblo donde entraba de todo, que ahora entiendo por qué se llamaban “olla podrida”. He sido viejo verde, pero de ahí, de “irme de vistillas” no he pasado, gracias a Dios, hasta que…
Hasta que un día alguien me habló de Dios, que Jesucristo me quería como había sido, era y soy, que había dado su vida por mí y que estaba vivo en medio de nosotros. Los viejos —¡qué manía tienen ahora de llamarnos mayores!— somos o de colmillos muy retorcidos (el que tenga colmillos, que yo ya no los tengo), o simples como niños, que a esos sí los conozco porque estoy rodeado con frecuencia de una caterva de 23 nietos. Y me dije: “A la vejez, viruelas”.
—Abuelo, ¿qué significa eso? me preguntó Isabelita, el día que cumplió sus diez añitos.
—Pues, hija, tú sabes que la viruela es esa enfermedad de la piel que tienen los niños cuando les salen muchos granitos y se les pone la cara fea… Esas cosas les ocurren a los niños, no a los viejos; es decir, hay cosas en la vida que nos pasan de jovencitos. Yo debería haberme encontrado con Jesucristo cuando fui un chaval y no ahora, tan tarde; pero como dice tu madre, “más vale tarde que nunca”, que eso sí que lo entiendes, ¿verdad?
Pero a ella no le he contado todo lo que me pasa por dentro. Ya se lo explicaré más adelante. Porque, lo cierto es que mis ojos estaban tan habituados a tragarse todo lo que caía ante mi vista, que eso me ha seguido trayendo a mal traer.
Las cosas no son como antes: ya no hay que estar en el andamio o trabajando al pie de calle para recrearse con todo lo apetecible que pasaba por delante, fueran chicas o maduritas… Ahora la televisión suple con creces; los reportajes de pasarela de modas son una fuente para los ojos hambrientos, con esa forma estrambótica de vestir a la mujer desnudándola; en la playa, cuando me llevan mis hijos en verano, no sé si tengo que echar un antifaz en el neceser, y no digamos los quioscos de prensa, donde vas a comprar el periódico del día y te encuentras con unas portadas de revistas que parecen ir a la carrera a ver quién enseña más (¡claro!, por algo las llaman “re-vistas”, porque las miran y remiran un montón de veces).
El sábado pasado oía el comentario de un par de muchachos: “Mira esa, tío, es que no tiene desperdicio”; no sé si se referían a la revista o a la ilustración de cubierta; pero, la verdad, creo que ambas sí tenían desperdicio.
Y mira por dónde, estando de vacaciones en el mar con mi hijo Gabriel, su mujer y los seis niños, nos fuimos de excursión cerca de un monasterio entre dos valles del interior. Yo no sabía si eran trapenses, cistercienses, cartujos o benedictinos, porque usted entenderá que un albañil no ha tenido estudios para distinguir esas cosas. Mientras los míos estaban por el claustro viendo la fuente, yo me quedé en la iglesia, verdadera obra de “albañilería”. Sentado en un banco había un monje, más anciano que yo, con la cabeza gacha y los brazos metidos en las mangas de su hábito. Empezamos a hablar y me faltó poco para contarle mi vida…
—¿Y nunca se te ha ocurrido dar gracias a Dios por haberte hecho así, con esos ojos avarientos? me preguntó al cabo de un rato. Y yo, que pensaba que tenía que arrancármelos, como había oído que se cuenta en el Evangelio, no supe qué responderle.
—Pues verá, Padre Rafael —que así me dijo se llamaba e iba a cumplir 87 años—: me paso el día pidiéndole al Señor que me libre de esas tentaciones, como dicen que le ocurría a San Pablo que suplicaba a Dios que le librara de una “espina” que tenía…
—Está bien eso; pero ¿por qué, cada vez que te vienen esos pensamientos y deseos, no le dices al Señor: “Gracias por haberme hecho de esta manera, con estos apetitos tan subidos de tono, con esta carne que pide y exige constantemente ser saciada. Señor, pues así, con esta carne, con este cuerpo mío, entradito ya en la senectud, pero con esta mente tan volátil a la caza de aves eróticas, te quieres Tú cubrir de gloria venciendo en mí toda esa avidez insana. Bendito seas, porque ante la tentación del Maligno, me ayudas a acordarme de Ti, a recurrir a Ti, y pedirte que este cuerpo un día sea glorioso en la resurrección de los muertos (ahora que ya no me queda tanto). Y no te olvides que la concupiscencia no es pecado; lo es secundarla; es como un cuchillo: su filo no es malo, lo es si lo usas para hacer daño. Por lo demás es la copa la que hay que lavar por dentro, la olla podrida, como dices tú; así, si tu cristalino está limpio, tú serás luminoso: no te lo digo yo, lo dice el Evangelio” (ver Mt 6,22-23).
Sentí una paz enorme que no sé explicar (y ya me diréis vosotros, cómo se lo cuento a mi nieta). Cuando volvimos a casa y me quedé solo en mi habitación, empecé a rezar así, y estoy contentísimo y feliz en medio de los zurriagazos de la tentación. Escribí unas líneas en un papel y se las di a leer a la niña:
—Abuelo, está lleno de faltas de ortografía. Y tacha eso de aquel piropo que no entiendo muy bien…; mira, aquí, donde pone: “Adiós, rubita maciza y fondona, ¿dónde vas con esos andares como la Giralda y esos pelos de canela en rama?”.
Lo taché y me salí a la calle a comprar el periódico a pesar de mi vista cansada enemiga de la letra pequeñita, pero con la mirada limpia como el azulito de los ojos de mi nieta.
—Don Gerundio, ya no parece usted tan cascarrabias como antes —me dijo la frutera del mercado, haciéndole coro el pescadero y el panadero, con un “Buenos días” entre burlón y sandunguero—.
—A partir de mañana me llamáis Don Participio —les repliqué con el mismo tono castizo y zumbón—. No sé si vosotros sabéis por qué, pero yo sí: abandono aquello de “arreando, que es gerundio”, porque me siento muy juntito íntimamente con Dios, participando de su vida divina. Voy a ser luminoso, como Dios mismo. ¿Lo cogéis?
Y esto es todo. Les mando a ustedes, los de Buenanueva, este escrito: perdonen las faltas de ortografía: hasta hace muy poco dejé de escribir albañil con hache, cuando mi nieta Isabelita me empezó a corregir las palabras. La niña me ha dicho que Buenanueva se escribe solo con una “be”; yo es que lo había escrito con dos, porque pensaba que eso de la Resurrección era como una fiesta muy grande, como la “Nabidad”… Pónganlo ustedes bonito y, cuando lo vea negro sobre blanco, ya se lo enseñaré a la niña y le contaré mejor esto que me ha ocurrido.