En estos tiempos en los que todos los conceptos se tergiversan para adaptarlos a lo “políticamente correcto”, con las palabras puede ocurrir que o bien se distorsione profundamente su sentido original o bien se vacíen completamente de contenido. Por eso resulta imprescindible explicar, de entrada, lo que se quiere decir con algunos términos.
En este caso, al hablar de “autoridad” se ha de entender la facultad o el poder que alguien tiene para gobernar o mandar. Quien tiene autoridad es respetado y admirado por sus conocimientos o dominio en determinada materia. Esto lo ven los demás si la persona que la ostenta manifiesta una gran seguridad o confianza en sí misma en su modo de hacer o de comportarse.
Pero autoridad no es “autoritarismo” porque no implica abuso. La persona con autoridad no debe ser confundida con la que es “autoritaria”, ya que ésta tiende a imponerla, mientras que quien tiene autoridad no necesita imponerse porque es aceptado libremente, sin que los subordinados sufran violencia.
pérdida social de la autoridad paterna
La sociedad española en este comienzo de siglo está empezando a pagar las consecuencias del camino errado emprendido en las últimas décadas de la centuria pasada. En aras de una democracia mal entendida y de un modernismo “progresista” de corte agnóstico, se ha impuesto una filosofía de la educación basada en unos presupuestos falsos sobre la naturaleza de la persona. Con ello, se ha abolido todo principio moral sustentado en la concepción del hombre según la antropología cristiana, que le otorga una inalienable dignidad por el hecho cierto de ser hijo de Dios.
Siguiendo esta torpe vía, se ha llegado a configurar una ética blanda, acomodaticia, que todo lo relativiza, a la que cada cual se acopla según lo que considera sus intereses, que siempre están regidos por un hedonismo desbocado y la reivindicación de todos los derechos imaginables. Al mismo tiempo, se ha desprestigiado el esfuerzo que conduce a la excelencia y se ha tendido a igualar los conocimientos de todos a la baja.
Por eso, los padres —muchos de ellos malformados según esta degradante filosofía— ni saben, ni pueden o, lo que es peor, en algunos casos ni quieren educar a sus hijos ejerciendo su autoridad. Unas veces les dejan hacer todo lo que a éstos les apetece con un miedo enfermizo a perder su cariño si les contradicen o por simple y egoísta comodidad. Otras, ante los caprichos de los niños, reaccionan con visceralidad manifiesta según su estado anímico, reprendiendo lo que a ellos les molesta en vez de lo que perjudica a sus hijos. Sea de uno u otro modo, lo cierto es que en ambos casos, los chicos se encuentran desorientados, sin un referente en el que apoyarse; intuyen que sus padres deben marcarles los límites de los que no pueden pasar; pero, al ser las normas cambiantes, acaban por perderles todo el respeto y los desobedecen sistemáticamente, llegando incluso a despreciarlos de palabra y con sus actitudes.
profesores desautorizados
En cuanto a los profesores, el caso también es grave. Al encontrarse inmersos en un sistema que les ha privado de cualquier medida coercitiva y tener que bregar con un crecido número de alumnos cada día más indisciplinados y agresivos, han perdido la moral, hasta el punto de ser muchos los que se encuentran psicológicamente incapacitados para la enseñanza, sin vocación y manteniendo su puesto de trabajo contra viento y marea, simplemente como mero recurso para poder vivir. La educación, que se basa en la autoridad y prestigio del educador, resulta imposible.
urge recuperar la autoridad
La dignidad del ser humano se funda en que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Los padres, copartícipes con Dios en la creación de sus hijos, deben dedicarse a ellos responsabilizándose de su educación. Para el desarrollo equilibrado de los niños han de mostrarles un enorme cariño y aleccionarlos con su ejemplo. Deben imponerse siempre que sea necesario y ganarse la autoridad mediante su forma ecuánime de comportarse con ellos, con firmeza y sin gritos, castigando cuando sea necesario de forma proporcional a la falta cometida, sabiendo perdonar para que los niños valoren la misericordia, dándoles muy pocas normas, pero siempre de obligado cumplimiento en atención al bien del niño y no a la comodidad de los padres. Obrando de esta manera, los hijos se sentirán queridos, valorarán las actitudes y criterios de sus padres, les respetarán y amarán, se sentirán seguros con ellos y se manifestarán con libertad, dentro de su edad, y actuarán sin temor.
María, ejemplo de entrega maternal
Ser padre es un estado de la vida en el que siempre se tiene la sensación de no estar preparado. Por muchos manuales de ayuda que se pretenda seguir, las situaciones cotidianas más elementales desbordan todo entendimiento y sumen a los padres en disyuntivas difíciles de elegir. Afortunadamente contamos con el apoyo de Dios. Nadie quiere a nuestros hijos tanto como Él, pues ante todo es Padre de todos los hombres. Sabedor de nuestra incapacidad para llevar a cabo esta tarea, el Señor nos concede la “gracia de estado” para poder dilucidar lo correcto respecto a la educación de los hijos que nos ha dado. Sólo basta estar en gracia de Dios y pedírsela con fe.
Y qué decir de la ayuda inestimable de María, la madre de Jesús y madre nuestra. Nada como su ejemplo de entrega, de donación, de acogida con su propia vida a la voluntad de Dios, para indicarnos el camino hacia una paternidad en orden a lo que Cristo nos llama.