En esta misma línea es necesario hacer referencia a toda aquella multitud de hijos de Israel que constituyeron en gran parte el cuerpo de la primera generación cristiana. Ya hablamos antes de los primeros discípulos que fueron llamados por el Hijo de Dios para estar con Él, viendo en ello cómo el discipulado es de por sí la escuela natural de la mística. Y qué decir de Pablo, cómo tuvo que vivir su unión con Jesucristo, con qué intensidad y altura que le llevó a exclamar: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gá 2,20).
Israel: cuna de místicos, pueblo a quien Dios se reveló e hizo de él un hontanar espiritual del cual dio a beber a su propio Hijo. Hemos nombrado antes alguno de estos místicos, mas sin citar texto alguno. Ahora sí vamos al encuentro de uno de ellos, y no porque sea el más elevado. Además, ¿se podría atrever alguien a discernir sobre la altura espiritual y mística de estos hombres y mujeres del pueblo santo? Vamos a citar, y también excavar, uno de los numerosos salmos de David movidos por la concordancia que tiene con la súplica de la esposa del Cantar de los Cantares que ha dado pie al título de este libro: ¡Déjame oír tu Voz!
Conocemos bien a David: adúltero, asesino, sanguinario… y sin embargo, un hijo de Israel que nos sorprende por la exquisita elevación de su alma. Es sobrecogedor el deseo y anhelo que tiene de Dios hasta el punto de suplicarle desde lo más profundo de su ser “aprieta mi alma contra ti”. Esta súplica es, como decía antes, la que concuerda con la de la esposa. Para apreciarla en su profundidad ofrecemos parte del salmo en la que está encuadrada: “Oh Dios, tú eres mi Dios, yo te busco. Mi alma tiene sed de ti… En el lecho me acuerdo de ti, y velando medito en ti, porque tú eres mi auxilio y yo exulto a la sombra de tus alas; mi alma se aprieta contra ti, tu diestra me sostiene…” (Sl 63). Nos parece imposible -y la verdad es que lo es para lo que nosotros entendemos como razonable- que un hombre así haya podido elevarse tanto. No lo es para Dios. Aprovecho para decir que uno de los aspectos más sorprendente de Dios es la mirada divertida con la que observa todo aquello que nosotros consideramos imposible.
Siguiendo con David, ponemos ante nuestros ojos una de sus muchas confesiones de fe y de amor que nos estremece intensamente. Está hablando con Dios saboreando sus intimidades, y, abriendo su corazón, deja fluir hacia Él una ambición -en el buen sentido de la palabra- que es de por sí tan bella como fuera de su alcance: “Escucha, Yahvé, mi voz que clama, ¡tenme piedad, respóndeme! Dice de ti mi corazón: Busca su rostro. Sí, Dios mío, tu rostro busco: No me ocultes tu rostro” (Sl 27,7-9).
David da a luz los gritos que tiene aprisionados en su corazón: ¡Busca el rostro de Dios! Bien parecido a los de la esposa: ¡Déjame oír tu voz! El corazón de nuestro buen amigo está buscando su refugio, su reposo existencial; son palabras proféticas que anuncian el hogar espiritual junto a Dios que nos prepara su propio Hijo y del que ya hemos hecho referencia. Inmateriales son las palabras que surgen en tromba del corazón de David. Inmaterial también es el Rostro por el que suspira y anhela. Sin embargo, las palabras del Señor Jesús, que no son tanto tinta e imprenta, cuanto, por encima de todo, “espíritu y vida” (Jn 6,63), ellas, cada una de ellas, son una pincelada que dibujan indeleblemente el Rostro incorpóreo de Dios en nuestro espíritu, el mismo que clama: ¡Déjame oír tu voz!
Rostro, Voz, Palabra, todo ello son realidades inmateriales de la más alta mística concedidas por Dios -al menos en parte- a nuestros padres en la fe, y que alcanzan su plenitud en el Señor Jesús…, el Místico por excelencia, el que está en el Padre, quien, a su vez, está en Él (Jn 14,11). Él es la Palabra, la plenitud del Padre. Palabra que tiene un Nombre sobre todo nombre: Evangelio.
El Evangelio de nuestro Señor Jesucristo es como el dilatador del alma que la capacita para acoger y, más aún, para hacerla habitable a la Plenitud. Así habitado, llega el hombre a ser resplandor de la Intimidad de Dios, tal y como quiso Jesús que fueran los suyos: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,14). Luces y resplandores no para deslumbrar a los hombres sino para hacer presente, en primer lugar, al Trascendente, y, en segundo, para testificar sin ningún tipo de pretensiones, que han encontrado, al igual que la esposa del Cantar de los Cantares, al Amor de su alma (Ct 3,4).
Este libro pretende ser, como ya he dicho, una aproximación hacia aquellos que nos precedieron. Es nuestro deseo hacer constar con inmenso cariño y gratitud nuestra íntima comunión con ellos. Sabemos que están vivos. Nos consta porque están llenos de las palabras vivas, eternas e incorruptibles de Dios, tal y como nos lo atestigua la misma Sagrada Escritura: “Tú que amas a los antepasados, todos los santos están en tu mano. Y ellos postrados a tus pies, colmados están de tus palabras” (Dt 33,3). Ellos, que están vivos, que gozan de la sobreabundancia de Dios derramada en la copa de su alma, prepararon la venida del Mesías, tan israelita como ellos; y, a partir de ellos, tan nuestro, tan de todos los pueblos.
Una última indicación. Aunque incidiremos de forma especial en la riqueza del Cantar de los Cantares, sondearemos, al menos en parte, algunos de los numerosos pozos de aguas vivas que Dios, Fuente de todas las fuentes, excavó e hizo manar en su pueblo. De hecho, todo el Antiguo Testamento es como una incomparable escuela de mística que nos impulsa hacia su plenitud: Jesucristo. Desde Él nos asomaremos también, aunque sólo para dejar constancia de la continuidad del hacer de Dios con el hombre, a la primera generación cristiana. Iremos al encuentro de los primeros discípulos del Señor Jesús y cruzaremos nuestros ojos con los suyos con la misma intimidad y alegría con que un amigo se encuentra con su amigo (Éx 33,11). Sentiremos la cercanía de algunos de ellos, como Pedro, María de Betania, Pablo, etc,. y nos daremos cuenta con gozo indescriptible de que el agua viva de los hontanares abiertos por Dios en ellos es la misma. Los hombres cambiamos, Dios no. Él es el que es, y, como tal, el que salva a todos. Para ello envió a su Hijo al mundo a fin de “reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos” (Col 1,20).