«¡Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron». (Mt 13, 16-17)
Consultando la “Epacta” (Calendario Litúrgico de la Conferencia Episcopal Española) para ver qué Evangelio corresponde al día de hoy, esta permite elegir entre dos perícopas —por cierto, muy cercanas entre sí—: Mt 13,24-30, correspondiente a la “lectio continua” (la parábola del trigo y la cizaña, que ya escuchamos el domingo pasado) y la propia de los santos del día, San Joaquín y Santa Ana, padres de la Virgen María y abuelos de Jesús, que es la que he elegido para comentar, en la que la Liturgia del día propone este breve inciso en medio del discurso parabólico de Mateo, precisamente para indicar porqué habla en parábolas: “porque miran y no ven, escuchan y no oyen ni entienden…”.
En realidad, para elegir una lectura apropiada habría que haber recurrido a los evangelios “apócrifos”, pues son los únicos que nos ofrecen datos — probablemente fantásticos— de los padres de María. Nada de ellos hay en los evangelios canónicos, ni tan siquiera en las genealogías de Lucas o Mateo, que siguen la línea paterna. Es muy posible que las narraciones apócrifas estén muy lejos de la historicidad, pero no cabe duda que muchos de estos relatos han contribuido a llenar de colorido y de bellas enseñanzas la piedad popular, como el nombre de los Reyes Magos, relatos de la infancia de Jesús y de la Virgen María. Por supuesto que no todos tienen el mismo valor didáctico y catequético, pero no por ello vamos a dejar de echar una ojeada, no vaya a ser que viendo no veamos y oyendo no oigamos.
Son muchas y variadas las historias pintorescas que de Joaquín y Ana se encuentran, sobre todo en el “Libro de la Natividad de María” y el “Protoevangelio de Santiago”. En ambos se da un denominador común, los presenta como hombres piadosos, con las virtudes y vicisitudes de otros grandes personajes del Antiguo Testamento. Joaquín —que significa “a quién Yahveh levanta”— es un hombre de fe como Abraham, generoso como Tobías, paciente como Job. Ana, como tantas otras mujeres de la Biblia, sufre la afrenta de la esterilidad, pero lo vive de manera paciente y humilde; su corazón no se ha agriado y sus quejas son tan suaves que inclinan al Señor a escucharla. Como su tocaya, si quiere recibir es para poder dar, y así promete consagrar el fruto de sus entrañas al Señor. Ambas entonan un cántico de engrandecimiento al Señor al conocer su estado de “buena esperanza” y, así como Samuel se abrió a la voluntad de Dios desde niño (“Habla, Señor, que tu siervo escucha”), María iría aprendiendo en la generosidad de sus padres la disponibilidad de esclava del Señor, que la llevaría a responder el “Fiat” más incondicional de todos los tiempos.
Joaquín y Ana son figura del Antiguo Testamento: “Muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron”. Ser una pieza imprescindible en la “Historia de la Salvación” sin gozar de la plenitud de su fruto. Rozar los tiempos mesiánicos y no llegar a degustarlos. Ver la tierra prometida, como Moisés, y no poder entrar en ella.
Joaquín y Ana son figura del Antiguo Testamento, como María, su hija, es figura de la Iglesia. “Dichosos vuestro ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen”. Muchas son las imágenes que la iconografía católica ha transmitido de Santa Ana; pero de todas ellas, probablemente la más popular, me quedo con Ana con una “cartilla” en la mano y María niña a sus pies aprendiendo a leer. Creo que esta imagen resume perfectamente lo que quiero transmitir a la luz del Evangelio de hoy: enseñar a saborear el gusto de conocer las palabras a quien iba a gestar en su seno “la Palabra”.
En medio del discurso parabólico del Evangelio de Mateo: el sembrador, la cizaña, el grano de mostaza, la levadura…, la Iglesia tiene una misión: saber leer. Leer los “signos de los tiempos”. Dios habla en la Historia. Dios ha hablado en la historia de un pueblo y ha hablado de forma definitiva en la Palabra hecha Carne. Lo que para muchos profetas y justos, seguramente mejores que nosotros, era promesa, para nosotros es realidad; pero ¿qué leemos? Para quien no sabe leer, las letras no son más que manchas sobre el papel. Para mí, que no sé chino, ya me pueden poner el más bello de los poemas escrito en mandarín que no veo más que garabatos. Lo mismo puede suceder con el Evangelio, que es el mensaje más hermoso que tiene este mundo, si no se sabe leer a la luz de nuestra historia, puede quedar sepultado. (Cf. Evangelii Gaudium, 277)
Es importante saber leer: ¿vemos una cosecha que se pierde o un pequeño grano capaz de multiplicar su fruto? ¿Vemos cizaña que asfixia el trigo o vemos que el grano que ayer quisimos abortar, hoy es un pan en nuestra mesa crujiente y esponjoso gracias a unos gramos de levadura?
“Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida. A veces parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no es un negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco una organización humanitaria, no es un espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a nuestra propaganda; es algo mucho más profundo, que escapa a toda medida. Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar bendiciones en otro lugar del mundo donde nosotros nunca iremos.” (Papa Francisco. Ev. Gaud. 279).
Joaquín y Ana, probablemente nunca fueron conscientes de la altísima misión que estaban cumpliendo. ¿Quién sabe a lo que uno está destinado?… Dichosos vosotros, si sabéis leer también las letras minúsculas.
Pablo Morata