Contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino, y como habían reconocido a Jesús al partir el pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: -Paz a vosotros. Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. El les dijo: -¿Por qué os alarmáis? ¿por qué surgen dudas en vuestro interior?.Mirad mis manos y mis pies. Soy yo en persona. Palpádme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: -¿Tenéis ahí algo de comer?. Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. El lo tomó, y comió delante de ellos. Y les dijo: – Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí, tenía que cumplirse.
Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: -Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. (Lc. 24, 35-47)
Enlaza este texto con el de ayer: el episodio de los discípulos de Emaús. Estos vuelven a Jerusalén, después de reconocer al Resucitado. Necesitan compartir esta experiencia con los demás discípulos. No les cabe en el pecho. Es la Buena Noticia, que cambia la vida de aquel que la acoge. No es para menos: el amor de Jesús ha vencido; el Padre lo ha resucitado a una vida inmortal. ¡Era, verdaderamente, el Mesías!
Los de Emaús cuentan esta cosas, mientras los de Jerusalén confirman que se ha aparecido a Pedro. La verdad se va abriendo paso en las mentes escépticas de unos y otros. En esta semana encontraremos, una a una, las apariciones de Jesús para confirmar nuestra débil fe. Hoy, una nueva: a los discípulos reunidos comentando las anteriores. Se presenta en medio de ellos, en cuerpo glorioso, superando las leyes físicas de la materia. Pero es El mismo: las llagas de sus muñecas y tobillos, nos lo confirman. Se pueden tocar, como pedirá Tomás.
E incluso, para superar la incredulidad de los suyos, come de su comida. Jesús comprende bien la dificultad de ellos para creer, y se abaja a ella. Y, abiertos sus ojos a la fe, abre también sus mentes al misterio de la Pascua: era necesario, tenían que cumplirse las Escrituras, lo vivido por Jesús estaba preanunciado en Abel, en Isaac, en José, en David. Estaba profetizado en Jeremías, en el Siervo de Yahveh, en tantos salmos, en los Macabeos, en el libro de la Sabiduría.
Era designio del Padre que el Mesías debía vencer al mal con el sufrimiento y la obediencia, mostrando en Sí mismo que la fidelidad de Dios prevalece sobre el mayor pecado del hombre.
La presencia de Jesús se hace patente, para nosotros, allí donde se reúne la COMUNIDAD CRISTIANA. Por eso esta semana pascual deberíamos reunirnos a diario en la Eucaristía. Nuestra fe se alimenta mutuamente con la de los hermanos. Jesús conoce nuestra debilidad, y, en su infinita condescendencia, se aviene a darnos las pruebas que necesita cada uno. ¿Cuáles? La paz interior que proclama El al presentarse: el saberse uno aceptado en sus pecados, redimido de sus miserias. Esa paz que serena nuestra conciencia, y hace brotar lágrimas de alegría y gratitud.
Termina Jesús con una frase significativa: «Vosotros sois testigos de esto». Si experimentamos el perdón total y una vida nueva, es para ser testigos de ello. No podemos quedarnos callados ni parados. Hay que comunicarlo a quienes viven en las tinieblas, a quienes conocen sólo sus miserias, y no el amor misericordioso de Dios.