El Evangelio de Lucas comienza así: «Querido Teófilo… Según nos lo han enseñado, los mismos que desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la Palabra… Me ha parecido a mí, que he investigado cuidadosamente desde los orígenes, hacer una narración ordenada para que conozcas el fundamento de las enseñanzas que has recibido de palabra». (Lc 1,5-4,13)
Teófilo significa “amado de Dios”; pudo haberlo escrito para todo el pueblo cristiano —según el modo de escribir de la época clásica helenista— como ir dirigida a un personaje ilustre concreto.
Cuando estaba Zacarías —que era un sacerdote viejito y muy piadoso— dentro del Santuario de Dios, se le apareció el ángel Gabriel y le dijo: “Tu petición ha sido escuchada, y tu mujer Isabel (entradita también en años y descendiente de Aarón) dará a luz un hijo al que pondrás por nombre Juan. Estará lleno de Espíritu Santo y preparará el camino del Señor. No beberá, ni fumará, ni…” ¡Pobre Zacarías, esos sustos a esas edades! ¡Casi peta! Y como “para nada” se lo tomó en serio porque su mujer era estéril (como siempre, la culpa a las mujeres), Dios que estaba mirando dijo ¿Pero este…? Y el ángel va, se enfada y le deja mudo como prueba de verdad… ¡Vaya día, vaya día!
Los que esperaban fuera, se preguntaban por qué no salía ¡Pero cómo iba a salir! Esas cosas solo les pasan a los amados de Dios. Al poco tiempo, Isabel quedó encinta, ¡ni se lo creían!, y otra que tampoco salió de su casa ni en cinco meses —le daba un pelín de vergüenza— menos mal que Gabriel no estaba cerca, si no… Todo sucedió como el ángel había dicho. Es que… Zacarías, tú también… Primero, le pides y después no te lo crees… ¡Chiquillo! era un mensaje de Diosssss.
A los ocho días de nacido el niño en Ain Karem, le llevaron al templo y, al preguntar por el nombre, Zacarías escribió en una tablilla “Juan” y en aquel momento recuperó el habla, ¡Lo que hace el creer y hacer caso, Zacaríííííías! Sería Juan el Bautista o el Profeta del Altísimo para toda la humanidad por los siglos de los siglos.