«En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”. Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios». (Lc 4,14-22a)
Aún estamos en el tiempo litúrgico de Navidad, hasta el próximo domingo en que celebraremos la Solemnidad del Bautismo del Señor, poniendo fin con esta fiesta, a dicho tiempo navideño, el más corto del Año Litúrgico. Desde el comienzo de la Navidad hasta la Solemnidad de la Epifanía (6 de enero) la Iglesia nos invita a contemplar el misterio de la Encarnación del Señor, su nacimiento, infancia, adolescencia, y lo poco que los evangelios nos relatan sobre su «vida oculta». Desde la Epifanía hasta el final de la Navidad, la liturgia da un cierto giro y en las lecturas feriales (diarias) del Evangelio aparecen ya los primeros episodios de la «vida pública» de Jesús y la manifestación a Israel de su ministerio y misión.
El evangelista Lucas nos presenta hoy a Jesús comenzando este ministerio en la sinagoga de su propio pueblo, en Nazaret. Y nos presenta este pasaje como un episodio programático, como una declaración de intenciones, que podríamos decir con palabras actuales. Jesús entra en la sinagoga un sábado, como era su costumbre, toma el rollo del profeta Isaías que le ofrecen para hacer la lectura, la lee, lo enrolla, se sienta y, estando todos pendientes y expectantes de qué iba a decir, proclama solemnemente que esas palabras mesiánicas que el profeta había escrito siglos antes, se cumplen hoy en su propia persona. O, lo que es lo mismo, que Él ha sido enviado a cumplir esta palabra profética. Que su misión es —impulsado por el Espíritu de Dios, que ha descendido sobre Él— anunciar a los pobres la Buena Noticia, proclamar la liberación de los cautivos, dar la vista a los que no ven, dar la libertad a los que están oprimidos por cualquier esclavitud y proclamar «el año de gracia del Señor». En la versión en griego del Antiguo Testamento, llamada «de los LXX», aparece también una expresión conmovedora, que no aparece en la versión en hebreo. Añade: «… a curar a los que tienen destrozado el corazón».
En el momento histórico en que son escritas estas palabras (tercera parte del libro de Isaías), el pueblo de Israel se siente humillado, despreciado, abandonado por Dios. Seguramente, por sus muchos pecados y por el reiterado incumplimiento de la Alianza que Dios había hecho con ellos. Se había apartado y había abandonado su confianza en Yahveh. El profeta le llama a conversión y, con una auténtica actitud de arrepentimiento y humildad, no como otras veces, el pueblo se vuelve hacia Dios esperando de Él su misericordia y su compasión. Israel reconoce su infidelidad y clama a Dios que se olvide de sus pecados y que reconstruya sus ruinas. El pueblo se siente totalmente arruinado, esclavizado y humillado por sus enemigos, ciego para ver los antiguos portentos con los que Dios había actuado desde siempre. No ve a Dios por ninguna parte, como dice el salmo: «se me rompen los huesos de escuchar todo el día los insultos de mis enemigos, que me dicen: ¿dónde está tu Dios?» (Sal 41, 11). Tiene el corazón destrozado. Casi ha perdido la esperanza. Se siente completamente pobre y abandonado. En esta situación el profeta hace una promesa de restauración por parte de Dios, que llegará sin duda. A todos los que se sientan así y confíen en su Poder, Dios les hará justicia, no se olvidará de ellos ni les abandonará. Inaugurará un tiempo de gracia sin fin, derramada sobre ellos. La expresión que utiliza es: Proclamará un «Año de Gracia».
El capítulo 61 de Isaías comienza justamente con estas palabras que lee Jesús en la sinagoga de Nazaret, pero es mucho más largo. A las palabras «a pregonar año de gracia de Yahveh», Isaías añade: «día de venganza de nuestro Dios». Pero curiosamente Jesús finaliza su lectura inmediatamente antes de esta expresión («día de venganza de nuestro Dios»). Es como si quisiera dejar un buen sabor de boca en los oyentes, como si quisiera subrayar la Gracia que Dios va a tener con ellos, con la venida de su persona, más que la venganza contra sus enemigos. Es como si dijera: «no es tiempo de venganza, sino de Gracia». Tanto debió ser así que todos los que le escuchaban, dice San Lucas, le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios.
Este pasaje del Evangelio que hoy proclama la Iglesia viene para todos nosotros. Al igual que a los paisanos de Jesús en la sinagoga, nos invita a nosotros a escuchar las palabras que salen de la boca de Jesús. Son palabras entrañables llenas de gracia y consuelo. El propio Isaías, en su Tercer Canto del Siervo de Yahveh, nos exhorta a la confianza en Dios: «El que de entre vosotros tema a Yahveh oiga la voz de su Siervo. El que anda a oscuras y carece de claridad confíe en el nombre de Yahveh y apóyese en su Dios» (Is 50, 10).
Si alguno de nosotros hoy teme al Señor, escuche su voz, no endurezca el corazón. Si alguno se encuentra en tinieblas o se siente ciego, o no ve a Dios en su vida, ponga su confianza en Él, que se apoye en su nombre, porque ha venido para dar la vista a los ciegos. «Yo soy la Luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12).
Ángel Olías