«En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: «Paz a esta casa.» Y, si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: «Está cerca de vosotros el reino de Dios.»». (Lc 10,1-9)
El texto del evangelio de hoy (más los vv. 10-16) pertenece a una tradición propia lucana. En Lc 9,1-6, el evangelista había hablado de una misión llevada a cabo por los Doce. Ahora son setenta y dos los enviados. No es difícil establecer una relación entre estos setenta y dos discípulos y los setenta y dos pueblos que aparecen en la lista de Gn 10, que son las naciones de la tierra surgidas de los tres hijos de Noé. (En la liturgia, esto vendría remachado por la utilización del Salmo 116.) Así, el evangelista estaría proponiendo una especie de anticipación de la misión evangelizadora de la Iglesia —que no empezará realmente hasta después de la Pascua (Hch 1,8)—, dirigida a «todo el mundo». Incluso cabría pensar que se está indicando que esa misión, al ser llevada a cabo por setenta y dos discípulos, requerirá de «todos» los cristianos, no solo de algunos especialmente llamados a ello.
Se trata de una tarea que no es fácil, que encontrará dificultades, como las que tendría un grupo pequeño de segadores para recoger una gran cosecha o un cordero en medio de lobos. El libro del Eclesiástico hacía una lectura sapiencial de esta última imagen: «¿Cómo pueden entenderse el lobo y el cordero? Lo mismo pasa con el justo y el pecador» (Eclo 13,17). Sin embargo, el profeta Isaías anunciaba una época, cuando llegara el Mesías, en la que las «naturales» incompatibilidades —humanas y animales— quedarían superadas: «Habitará el lobo junto al cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el ternero y el leoncillo pacerán juntos; un muchacho pequeño cuidará de ellos» (Is 11,6). Una hermosa forma poética de anunciar un cambio radical de la situación (¡que hasta conllevará un cambio en la dieta de los leones!). El Mesías ya ha llegado, pero aún falta que su acción llegue a toda la tierra: los corderos siguen siendo presa de los lobos.
Lo que los discípulos tienen que anunciar, que el Reino de Dios ya ha llegado —un Reino que los cristianos identificarán con la persona de Jesús: Jesús es el Reino—, resulta tan prioritario y urgente que todo lo demás debe pasar a segundo plano. Incluso las más elementales formas de cortesía humana, como el saludo, que en Oriente eran especialmente valoradas y seguidas. Asimismo, ese anuncio ha de hacerse en condiciones de pobreza y sobriedad —sin bolsa, alforja o sandalias—: las mismas de los destinatarios principales del mensaje evangélico.
La razón es obvia: no se puede evangelizar en una chabola desde un Mercedes. Pero, por otra parte, solo desde la pobreza se podrá comprobar que lo que los evangelizadores se traen entre manos no es cosa suya, sino de Dios. Es lo que decía san Pablo: «Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2 Cor 4,7). Por eso también los discípulos son enviados de dos en dos, que es la condición del testimonio en el Antiguo Testamento (Dt 17,6; 19,15). Ellos tienen la misión de ser testigos de que el reino de Dios ya ha llegado, por eso también deben curar a los enfermos.
Pedro Barrado