De nuevo les brilló la Estrella a los Magos. Y esta vez la alegría recibida del Cielo fue inmensa (Mt 2,l0). Desde entonces, cada Año Nuevo la creación entera se libera un tanto más por el gozo renovado de los “hijos de Dios” (Rm 8,19-21).
Se oye a alguien cantar al otro lado de la Alambra:
“Dame limosna, mujer,
que no hay pena mayor
que ser
ciego en Granada”.
¿Qué tendrá la ciudad mora y cristiana para lamento tan sentido? Debe ser cosa de sus piedras y su luz.
Podemos pensar que vemos porque la luz existe y, también, que la luz tiene su razón de ser en nuestros ojos, aunque esto suene un poco pretencioso. Pero ¿para qué la luz, si no hubiera unos ojos que se abrieran para ver? La luz y los ojos se llaman mutuamente.
Dice S. Juan que “Dios es Luz y en Él no hay tiniebla alguna” (1Jn 1,5). La esencia misma de Dios es lo más misterioso y lo más difícil de concebir para nosotros. Además es Amor (1Jn 4,8.16). Por eso tenemos ojos y corazón: estamos bien hechos.
Sí, hay una pena más honda y grande que la ceguera en Granada: no darle al corazón la posibilidad de ver la Luz del Amor de Dios. Y esto sin metáforas: ¡que podemos ver esa Luz y ese Amor en carne como la nuestra, tan próxima y tan nuestra (Flp 2,7) que podemos hasta comerla!
Escribió en un poema J. P. Sartre (tan ateo él) que la Virgen María, mirando al niño Jesús pequeñito, en aquella primera Navidad, se decía a sí misma: “Es Dios y se parece a mí”.
¿Sabría María que aquel niño era Dios porque se parecía a ella, o se parecían precisamente porque el niño era Dios? Razón tenía el filósofo francés: desde entonces no ha vuelto nadie a mirar así; sí el Señor. Y, claro está, las preguntas se agolpan de nuevo: ¿cómo alumbró la Palabra la Luz en aquella mujer judía para hacer de ella la primera casa —“su casa” (Jn 1.11)—, su primera Morada, Arca bendita de la Alianza de la gloria del Padre (v.14)? La plenitud de gracia y de verdad (v.14) del Verbo encarnado culminará en María al pie de la Cruz haciendo de ella la Hija de Sión, Madre del nuevo pueblo de Dios, del verdadero Israel (Jn 19,25-27).
De tal modo ha sido hecha la luz para nosotros que nada teme más nuestro corazón que las tinieblas, que lo oscuro. Algo tiene la ceguera que nos asusta y espanta, impulsándonos a adoptar mil y una precauciones, mil y un cuidados para proteger los ojos mucho más que el resto de los sentidos. Es el pánico al “caos” del principio, al inmenso “vacío y oscuridad” de los orígenes (Gn 1,2). La ceguera es un regreso al punto anterior al “Hágase la luz”; al antes del “Muro de Planck”. Sólo había una cuenca vacía de un ojo inexistente. Lo dijo Dios y se hizo: atardeció y amaneció el 1 de enero fundacional de todos los años; y nació sin 31 de diciembre previo. La Luz engendró la Historia como un milagro de la bondad de Dios (Gn 1,4).
Dios es Luz: tanto es así que hemos dado en llamarle “Dios Padre de las luces” (St 1,17). Y al cabo nos engendró a nosotros para que fuésemos las primicias de sus criaturas (v.18), mediante la Palabra de Verdad, que, siendo a su vez Luz verdadera, ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Dice aún más el Apóstol Santiago: que Dios nos hizo por su propia voluntad, o sea, con un querer cuidadoso, meticuloso, al detalle… y por puro amor. También a su Hijo lo envió al mundo para cumplimiento de su voluntad; lo sabemos. De modo que aquella creación humana y este envío del Hijo coinciden en el Amor de Dios que quiere la “Verdad en nosotros” (1Tm 4,3; 2,4) y que todo lo ordena para salvación nuestra, de modo que de todo cuanto dio a su Hijo no se pierda nada; antes bien, en el último y definitivo 31 de diciembre, en el último día aquel, todo sea resucitado (Jn 6,39).
Un hondo misterio alberga en su seno la tri-logía “Voluntad de Dios – Luz – Verdad”. Estar en la Verdad es vivir en la Luz conforme a la Voluntad de Dios Padre.
La verdad que sustenta y da razón de ser ónticamente al ser humano consiste en conocer y amar la Voluntad del Padre y así tener en sí mismo vida sin fin (Jn 6,40). La Verdad de la Palabra definitiva, o lo definitivo de la Palabra Verdadera es que, habiéndonos llamado Dios de las tinieblas a su luz admirable (1P 2,9; Col 1,12s; Ef 5,14), podamos ahora ser luz en el Señor, cuando antes éramos tinieblas (Ef 5,8). Vivimos con la esperanza de una transfiguración como la de Jesús.
Si un ciego en Granada vive una vida de pena como no hay otra, ¡cuál y cuánta no será la pena de los ojos cerrados a la Jerusalén celeste! Quizá leyendo —y rezándolos— el capítulo 21 y los cinco primeros versículos del 22 del Apocalipsis nos podamos hacer idea de este penar.
Vio Juan que en la ciudad de todas las bellezas “no se necesitan ni el sol ni la luna, porque su lámpara es el Cordero” (Ap 21,23), y que la riega “un río de agua de Vida , brillante como el cristal… con árboles a una y otra de sus márgenes, que dan fruto doce veces, una vez cada mes, sirviendo sus hojas de medicina para los gentiles” (22,1-2).
Pero, claro: ¿quién tendrá la dicha de, peregrino en este valle de lágrimas y oscuro, caminar “de baluarte en baluarte hasta ver a Dios en Sión?” (Sal 84,5-8). Dichoso quien participe en la fiesta del Año Nuevo escatológico, ya en el cielo (Lc 14,15). El año viejo ha pasado (Ap 21,4b), y Dios todo lo hace nuevo (v.5); da comienzo otra vez a la creación; la luz será creada una vez más para que caminemos en ella y no nos sorprendan las tinieblas (Jn 12,35). Doce son las horas del día (doce los meses del año, también) en las que hay que trabajar porque la gloria de Dios baje hasta nosotros y haga próspero este trabajo de nuestras manos. Cada año, cada mes, cada hora es más apremiante la necesidad de que el Amor se encienda en el cielo y baje a la tierra en carne como ésta nuestra. Urge el Amor de Cristo en el mundo. Cuando la tenaza del dolor muerde la carne o el alma de tantos hombres, sólo sostiene la esperanza el haber oído, el haber visto con nuestros ojos y palpado con nuestras manos cuanto se manifestó acerca de la Palabra de la Vida, que estaba con el Padre (1Jn 1,1-3).
Y esto nada tiene que ver con complejos neuróticos infantiles a medio superar, ni con deseos frustrados en la vacía proyección de la más triste desesperanza; no, ya no más monsergas de psicologismo arranciado. Ver, oír, tocar y palpar son la condición de credibilidad de nuestra condición de elaborar certezas; claro que sí. Pero cuando lo empírico puro pretende (en exclusiva y excluyentemente) el monopolio del conocimiento cierto y verídico, empieza este mismo conocimiento a apelmazarse y espesarse de niebla y opaca oscuridad.
En el pensamiento de S. Juan hay un vaivén pletórico de significación teológica y espiritual en las construcciones literarias que el uso de esos verbos tan “sensuales” le permite hacer. Por coger un ejemplo paradigmático que viene al caso: cuando María Magdalena va al sepulcro, el primer día de la semana, “todavía estaba oscuro y ve…” (Jn 20,1). Podríamos, quizá, leer el texto más “intensamente”: va al sepulcro cuando todavía era “noche ciega” y ve… ¿Qué es lo que aún era oscuro o noche ciega? Un poco antes, en 13,30, apunta Juan que, cuando Judas abandona el cenáculo para entregar al Señor, era “nüx”, noche. A la letra: era oscuro. Más en lo hondo de la letra, si cabe: era lo tétrico de lo oscuro, lo fóbico de lo negro; la salida de Judas del cenáculo, con el diablo ya en las entrañas, contamina el mundo, lo de fuera, con una negrura tal que es mejor decir sencillamente lo que escribe Juan: “era de noche”.
En la Magdalena la oscuridad es luminosa: el amor guía su instintivo corazón certeramente; en Judas el vacío en que se hiela su corazón le costará la vida y morir reventado con las entrañas desparramadas (Hch 1,18). El caso de la Magdalena pone de manifiesto que es posible ver aún en medio de la oscuridad: depende de qué clase de oscuridad se trate. En Granada hay ciegos cuya pena es mucho menor que la de otros que ven bien. Desde luego, si Judas hubiera vivido en Granada, se habría ahorcado igual devorado por la “pena” de las penas. Magdalena ilumina su oscuridad con la lámpara de la esperanza, que viene a ser a la fe lo que el aceite al candil: su sustancia. Pablo se lo recordará a los romanos en el famoso pasaje de “la fe probada” (Rm 5,1-5). El problema de Judas era una enfermedad del corazón, una cardioesclerosis que daba cumplimiento a la Escritura de Is 6,9s. Cuando Satanás entra en él (Jn 13,27), se encuentra la casa “barrida y aderezada”. Todos los faroles se le apagaron y el señor de las tinieblas y otros siete diablos más ocuparon las mejores sillas.
Es una tiniebla extraña, como una tupidísima red de araña, que da asco al tacto y cubre el rostro y no nos deja ver. Sólo el juicio traído por Jesús levanta el velo, denunciando el pecado fariseo: “¿Es que nosotros también somos ciegos?”. No ven su pecado, como boca de lobo, de puro negro que es.
¡Año Nuevo, Nueva Luz! María Santísima “luce” en el cielo el vestido de Reina de todo lo creado: un vestido de gala y de triunfo. Su corona, fabricada por los ángeles con las doce piedras preciosas de las puertas de la Jerusalén celestial, es la envidia de los serafines que guardan el Arca de la Alianza (Ex 25,18-20), toda de oro. A la derecha del Rey de Reyes, del Lucero Radiante de la Mañana (Ap 22,16), se sienta María, madre de todas las luces.
El Cielo entero brilla esplendoroso, y un ángel poderoso “baja del cielo iluminando con la luz que trae la tierra entera” (Ap 18,1). Los magos apuntan con el dedo a esa luz y la alegría inunda sus almas.
Año Nuevo. El Espíritu y la Iglesia con María dicen “Ven”, y “el que da testimonio de todo esto responde: Sí, pronto vendré” (Ap 22,20), y “os tomaré conmigo para que donde esté Yo, estéis también vosotros” (Jn 14,3).