Han dejado de oírse los taponazos del cava —«¡cuidado!, que no dé en el techo»— y se han apagado los millones de bombillas que iluminaban nuestras calles y que, un año más, no han tenido la virtud de curar nuestra ceguera, luces que han sido testigos de nuestro afanoso ir y venir de acá para allá en el torbellino de comprar algún regalo, luces que, sobre todo, han resaltado más nuestra oscuridad interior.
La estrella de los Magos se ha quedado solo de adorno en nuestros escasos belenes y ya no indica nada a nadie. No sé si los ángeles de los pastores se han desgañitado este año para anunciar a Jesucristo recién nacido, pero sí que puedo asegurar que hasta los pequeños centros comerciales del barrio rompían los tímpanos como nunca con la desaforada murga, más que cantinela, de los peces que no acaban de ahogarse en el río y la Virgen lavandera de pañales; de modo que un “chip” de defensa se encendía en mis oídos y en mis ojos y filtraban tanto villancico frenético y tanto papá Noel mofletudo…, cosas que han intentado arrancar de mi corazón lo poquito que quedaba en él de genuino de la dulce Navidad.
Y de repente me he visto con un calendario distinto ante mí, con un año nuevo con sus doce meses por delante y el paso del tiempo ha comenzado a planchar los vacíos de mi alma. En medio de tantas luces era como un ciego iluminado, circundado de multitud apabullante de focos por fuera y amargamente a oscuras por dentro. «¡Señor, que vea!», he gritado como el ciego de Jericó. «¡Luz!, ¿dónde estás, luz?, que no hago más que tropezar, caer de bruces y morder el polvo».
Y también de repente he oído una voz —dentro del silencio de mi soledad, cuando todos los ruidos y murmullos han recuperado el decibelio cero—: «Yo soy la Luz» (Jn 8,12). Un ángel —debía ser el mío— me ha traído la imagen serena de Cristo en la Cruz, donde no sabía yo si admirar más ese señorío amoroso de su mirada brillante o el dolor infinito de sus ojos apagados, ya vidriosos por el sufrimiento. Yo soy la Luz y «la Luz brilla en las tinieblas» (Jn 1,5). «Señor, exclúyeme de los que no te recibieron —he clamado casi con lágrimas en los ojos—, “déjame ver la Luz en tu Luz”» (Sal 36,10).
Desde las primeras páginas del primer número de la Revista Buenanueva en este comienzo del año 2010, todos los que trabajamos en ella te deseamos un feliz Año. «Año Nuevo, BuenaNueva» no es un eslogan para quedar bien ni una propaganda de la revista, sino un deseo de que resplandezca esa Luz, ahora que empezamos a caminar hacia la «Pascua sagrada, ¡oh, fiesta de la Luz!: despierta tú, que duermes y el Señor te iluminará» (ver Ef 5,14).