«En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba, se acercó un personaje que se arrodilló ante él y le dijo: “Mi hija acaba de morir. Pero ven tú, ponle la mano en la cabeza, y vivirá”. Jesús lo siguió con sus discípulos. Entretanto, una mujer que sufría flujos de sangre desde hacía doce años, se le acercó por detrás y le tocó el borde del manto, pensando que con solo tocarle el manto se curaría. Jesús se volvió, y al verla le dijo: “¡Ánimo, hija! Tu fe te ha curado”. Y en aquel momento quedó curada la mujer. Jesús llegó a casa del personaje y, al ver a los flautistas y el alboroto de la gente, dijo: “¡Fuera! La niña no está muerta, está dormida”. Se reían de él. Cuando echaron a la gente, entró él, cogió a la niña de la mano, y ella se puso en pie. La noticia se divulgó por toda aquella comarca». (Mt 9,18-26)
Juan Alonso
En su paso por la tierra, Jesús atraía a las multitudes. Veían en Él al Amigo, al Maestro, al Médico que con sus palabras y sus acciones hacía presente en ellos la llegada del reino de Dios. Acercándose a Jesús, escuchando sus enseñanzas, hablando con Él o intentando tocarle, esas buenas gentes buscaban la salud y el consuelo, como en la escena evangélica que hoy meditamos: un padre desconsolado por la muerte de su hija, y una mujer sufriente por una prolongada enfermedad vergonzante.
Algunos piensan que esas son escenas del pasado; que ese Jesús cercano y atento a las gentes es algo de otros tiempos, una imagen solo para recordar y añorar. Pero las cosas no son así. Cuenta santa Teresa de Jesús que muchos le decían que les habría gustado vivir en la época de Jesús. Con gran sentido común y sobrenatural, ella les contestaba que poca o ninguna diferencia había entre aquel Jesús de los Evangelios y el Jesús que está en el Sagrario. Es más, al Jesús-Eucaristía lo tenemos ahora aún más disponible y cercano de lo que lo tenían sus contemporáneos.
Y es que Jesús sigue estando presente y cercano en su Iglesia. Estar en comunión con la Iglesia es estar con Jesús. ¡Qué triste es aquel lema que se puso de moda hace años: Jesús sí, la Iglesia no! ¡Qué triste y qué contradictorio!, pues solo en la Iglesia fundada por Jesús le podemos encontrar a Él. La Iglesia hace presente de un modo sacramental y misterioso a Jesucristo en el mundo: hoy podemos amar, escuchar y estar unidos a Jesús, cuando amamos, escuchamos y estamos unidos a la Iglesia.
Participando en la vida de la Iglesia, particularmente en la celebración de la Palabra y de los sacramentos, nos unimos a Jesucristo Redentor que honra a Dios Padre y nos envía a su Espíritu Santificador.
Cuando la Iglesia proclama el Evangelio en la Misa y el ministro exclama: “Palabra del Señor”, los fieles respondemos: “Gloria a Ti, Señor Jesús”: estamos afirmando que es el mismo Jesús quien ha proclamado su Palabra; es el mismo Jesús quien está hablando en el seno de su Iglesia. Cuando el sacerdote nos da la comunión, es la Iglesia quien nos está dando al mismo Jesús, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma, con su Divinidad. Le tocamos como le tocó la mujer enferma del evangelio de hoy, más todavía: porque le comemos, nos hacemos una sola cosa con Él. Cuando en el sacramento de la penitencia confesamos nuestras faltas y el sacerdote nos da la absolución, la Iglesia es el medio a través del cual Cristo restaura nuestra condición de miembros vivos del Señor: “Yo te absuelvo de tus pecados…”.
“No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre” (San Cipriano). La Iglesia es la madre que nos engendra a la vida, nos alimenta y nos atiende. Y a una madre se la ama y se la cuida y se la defiende.
Jesús, que sepa descubrirte siempre en tu Iglesia; que las miserias de quienes formamos parte de ella no me impidan ver tu rostro y tu presencia; que me acuerde de rezar todos los días por los pastores de tu Iglesia, y especialmente por el Papa y sus colaboradores.