En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba, se acercó un jefe de los judíos que se arrodilló ante él y le dijo: «Mi hija acaba de morir. Pero ven tú, impón tu mano sobre ella y vivirá».
Jesús se levantó y lo siguió con sus discípulos. Entre tanto, una mujer que sufría flujos de sangre desde hacía doce años, se le acercó por detrás y le tocó la orla del manto, pensando que con solo tocarle el manto se curaría.
Jesús se volvió y, al verla le dijo: «¡Animo, hija! Tu fe te ha curado».
Y en aquel momento quedó curada la mujer.
Jesús llegó a casa de aquel jefe y, al ver a los flautistas y el alboroto de la gente, dijo: «¡Retiraos! La niña no está muerta, está dormida».
Se reían de él.
Cuando echaron a la gente, entró él, cogió a la niña de la mano, y ella se levantó. La noticia se divulgó por toda aquella comarca. (Mateo 9, 18-26)
Hoy me doy cuenta, ante esta palabra, el riesgo que tengo de convertir esa sabiduría que me está dando la Iglesia en mi caminar en un instrumento para buscar la solución a los problemas o enfermedades que me vayan surgiendo en mi vida. Para ser sinceros no sé porqué en este evangelio el «catequista» utiliza el número doce en la enfermedad de esta mujer. Bien es verdad que una de los significados más importantes sobre este número es el de la elección. Esta mujer ha pasado doce años siendo probada, viviendo en debilidad, perdiendo la vida. Un tiempo de gracia ya que en esos doce años ha experimentado «el absurdo», la impotencia, la «muerte»; ha intentado curarse por sí misma, sin éxito, pero no ha perdido la esperanza, la tensión por buscar una solución a su vida -la fe-, y esto le ha llevado a reconocer a Aquel que tenía el poder de curarla.
Asimismo, Marcos en su evangelio, al hablar de estos milagros, dice que la hija de este magistrado tenía doce años. Para este importante judío no importó lo que podía perder al acudir a aquel que era criticado por el núcleo principal de los más significativos «maestros» sino que al serle revelado quién era Jesús se arrodilló con la seguridad de que podría devolver la vida a su hija. ¡Qué pequeño me siento ante este evangelio! En esta breve lectura se encuentra la experiencia de Pablo, camino de Damasco, cuando se encontró con Jesucristo y que expuso con vehemencia en Antioquía ante Pedro y los apóstoles cuando se sentían condicionados por todas las leyes judías (Gal 2, 11-21).
¿Qué me hace a mí cristiano? ¿Qué o quién me justifica? ¿El rito del bautismo, mis obras piadosas, el invertir muchas horas en la parroquia, mi fidelidad a las normas de la Iglesia, el pertenecer a un grupo de peso en el catolicismo? Todo eso -dirá san Pablo- lo perdí y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo (Flp 3,v 8b). Esta mujer enferma y este magistrado con su hija han sabido entrar en su historia al reconocer el tiempo de su elección, para ganar, por la fe, mucho más que la curación física: el Mesías, el Hijo de Dios hecho hombre. Muchos son los llamados –dirá el Señor– pero pocos los elegidos (Mt 22, 14). Esta palabra me llama a velar, a defender mi fe, a levantar los ojos de mi «ombligo» para poder descubrir mi tiempo y tener un encuentro de VIDA con el Resucitado para pasar de ser «llamado» a ser «elegido».