Después que la gente se hubo saciado, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba allí solo. Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. De madrugada se les acercó Jesús, andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma. Jesús les dijo en seguida: -«¡Animo, soy yo, no tengáis miedo!» Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua.» Él le dijo: -«Ven.» Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: -«Señor, sálvame.» En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: -«¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?» En cuanto subieron a la barca, amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él, diciendo: -«Realmente eres Hijo de Dios.» (Mt 14,22-23).
En este domingo XIX del Tiempo Ordinario la Iglesia nos presenta este fragmento del evangelio de Mateo con que se nos llama seriamente a la fe.
Es un pasaje donde se contrasta el poder y el señorío de Jesús frente a la inseguridad y el miedo de los discípulos.
Desde antiguo, los Padres de la Iglesia han utilizado esta figura de la barca referida a la Iglesia. Y toda la Escritura está jalonada también de pasajes donde el mar, las olas, el viento y la tempestad son alusiones a la inseguridad, la incertidumbre, la adversidad y la muerte. El acontecimiento fundamental para Israel es el Paso del Mar Rojo. Allí Dios se muestra potente y Salvador de su pueblo frente a la aparente imposibilidad de huida de sus enemigos. Ese signo de no retorno, de acorralamiento y de derrota es convertido en signo de salvación y liberación. Dios se muestra poderoso abriendo en dos partes el mar y permitiendo a Israel escapar del poder y acoso de Faraón. Y no sólo eso, sino que precisamente ese muro es el mismo que utiliza Dios para derrotar y ahogar al ejército egipcio. El pueblo de Dios es testigo de cómo Dios, simultáneamente les salva a ellos y derrota a sus perseguidores. Este acontecimiento estará presente a lo largo de toda su historia y se convertirá en un paradigma para todos los tiempos. Y el mar será sinónimo de angustia y muerte desde entonces, pero también de cómo Dios de cubrió de gloria actuando en medio de las aguas de la muerte. El cántico de victoria de Miriam, hermana de Moisés, es elocuente a este respecto:
«Precipitó en el mar caballo y caballero. El enemigo había dicho que nos aniquilaría, pero Tú soplaste con tu aliento (Espíritu) y el mar los sepultó, se hundieron como plomo en las aguas de la muerte. ¿Quién cómo Tú Señor, terrible en las empresas, autor de maravillas?». (Ex 15).
Los Profetas y los Salmos recogerán este pasaje para recordar continuamente a Israel el Poder que Dios tiene sobre el mar y los elementos que hostigan a Israel. El pasaje de Jonás es significativo al respecto y un signo de la Resurrección de Cristo y el poder definitivo que Dios manifestará al sacarlo de la Muerte.
Pero volvamos al evangelio de hoy. En medio de una situación adversa en el mar por las olas y viento contrario, Jesús aparece caminando por encima de las aguas. El temor se apodera mucho más de los discípulos que creen que es un fantasma. Y Jesús tiene que convencerles de que no deben temer porque es Él. La frase textual es «¡Ánimo, no temáis, Soy Yo!». Este «Soy Yo» o «Yo Soy» es precisamente la respuesta que Dios da a Moisés en la zarza ardiente cuando le pregunta por su nombre. «Yo Soy» es el nombre de Yahveh, el cual utiliza Jesús para referirse a sí mismo, con toda autoridad y propiedad en muchas ocasiones.
Pedro entonces, lleno de confianza en un primer momento, le pide a Jesús que le mande ir donde Él. Como diciendo «si eres Tú todo cambia. Estoy seguro». Y así ocurre. Pero al momento arrecia el viento y Pedro duda y se empieza a hundir. Y tiene que clamarle que le salve. «¡Señor, sálvame! En seguida Jesús extiende su mano, le agarra y le salva de las olas.
El Sal 17 lo expresa perfectamente:
«Las olas de la muerte me envolvían/ me espantaban las trombas de Belial/ me rodeaban los lazos del Seol/ había caído en los cepos de la muerte./ Clamé al Señor en mi angustia,/ a mi Dios, a mi Dios invoqué/ y extendió su mano para asirme,/ me sacó de lo profundo de las aguas».
Cualquiera de nosotros hemos pasado por situaciones semejantes. Hemos sentido el ímpetu del viento y la violencia de las olas en nuestra vida. Hemos dudado del poder de Dios y nos hemos hundido en el mar. Hoy el Señor nos invita a no temer y a saber que en todo lo que nos acontece está Él presente. No le es indiferente ni un instante de nuestra vida. Ha sido Él el que nos ha metido en la barca. Es Él el que viene hacia nosotros, a nuestro encuentro en las situaciones de adversidad. Y es Él que nos dice en todo momento: «No temáis, Soy Yo». ¡Qué poca fe tenemos tantas veces!
Ojalá el Señor nos permita clamarle siempre en nuestra angustia estando seguros de que siempre, siempre, cuando le clamamos, Él extiende su mano y su diestra nos salva.
Al igual que los ángeles a los pastores de Belén les dijeron justo esas palabras :»Ánimo, no temáis, hoy os ha nacido un Salvador, que el Cristo Señor» o a las mujeres en el sepulcro de Jesús: «Ánimo, vosotras no temáis. No está aquí. Ha resucitado», hoy nos dice a nosotros: «Ánimo, no temáis, Soy Yo».
Ángel Olías