De entre los manuscritos sobre la vida de los santos que circularon en Europa a partir del siglo XIII, el de mayor éxito y difusión fue sin duda el redactado en 1264 por el fraile predicador dominico Santiago de la Vorágine (Varazze, Italia, 1230). Esta obra, conocida universalmente como Legenda Áurea o Leyenda Dorada porque las gentes del Medievo la equipararon en valor al oro, es una recopilación de tradiciones y textos antiguos de escritores medievales para dar a conocer a los fieles cristianos las vidas de María, los apóstoles, los mártires y los santos, testigos admirables de la fe en Jesucristo.
La composición constaba inicialmente de 182 capítulos, pero dada su asombrosa y entusiasta aceptación, a las partes originales se les fueron añadiendo piezas de otros autores desconocidos, hasta alcanzar los 243 capítulos. El prestigio de esta obra fue extraordinario. Su efectiva divulgación quedaría probada por la existencia de innumerables copias manuscritas en lengua latina, traducciones al inglés, francés, italiano, alemán, etc. y posteriormente numerosas ediciones impresas en latín.
La Leyenda Dorada permite profundizar en las raíces y creencias de la sociedad occidental a lo largo del Medievo. Su objeto principal no fue componer biografías realistas ni tampoco tratados científicos para eruditos o sabios, sino libros de piedad, textos simples, fáciles de leer y de transmitir, que alentaran la fe y estimularan las buenas costumbres de las mentes sencillas. Las conductas de los santos se presentaban al lector u oyente en dos ámbitos, uno material y otro espiritual. El primero, era el medio donde el hombre, en su vida cotidiana, elegía entre dos caminos: muerte o vida, pecado o gracia; y el segundo, el plano espiritual o celestial, era aquel al que el individuo no podía acceder sin la ayuda divina. Este auxilio sobrenatural, en La Leyenda se materializa en múltiples ocasiones por medio de los ángeles.
cortejo luminoso de la Gloria
La imagen del ángel aparece en todas las religiones como una figura que cautiva al hombre. Los ángeles deslumbran, seducen o fascinan a los mortales porque ponen a estos en presencia del «Misterio». El ángel se ha visto como una de las representaciones de lo espiritual, de lo sagrado, como una alegoría de lo divino y de la divinidad. En el Antiguo Testamento, la presencia de los ángeles servía para afirmar la intervención de Dios en la vida y salvación de los hombres, subrayando que Él era el Único, caso de la Teofonía de Mambré (visita de Dios a Abraham) , la visión que tuvo Jacob de la escalera celeste y su lucha contra Dios, o tantas otras manifestaciones a los patriarcas, reyes y profetas.
En cambio, en el Nuevo Testamento, los ángeles, sometidos al señorío de Cristo, verán modificadas sus relaciones con los hombres y aparecerán para manifestar la gloria de Dios en la encarnación, nacimiento, resurrección y ascensión, y le acompañarán en la parusía o segunda venida. A partir de ese tiempo, en que se inicia una nueva era, los ángeles serán expresión de la venida de Jesucristo y de su vuelta a la gloria.
Para la cristiandad, fuera de esos contextos, los seres angélicos carecerán de sentido, puesto que Jesús es el mediador de la nueva alianza entre Dios y la Humanidad (Cfr. Hb 9, 15; 12, 24; 1, 1-4).
El hombre medieval vivió el ámbito de lo sagrado, como una meta a alcanzar. La vida se proyectaba como un camino que se había de recorrer, donde el hombre, peregrino en este mundo, se dirigía hacia su Creador. Para poder caminar, además de la fe, necesitaba tener constancia, con alguna prueba, de que existía la posibilidad de alcanzar esa meta. Los ángeles serían los encargados de mostrar esas señales, igual que lo habían hecho anteriormente a los hombres del antiguo Israel. De ahí que la “angelofanía” para el creyente en la Edad Media comience a ser importante, porque por medio de estos seres celestiales se le abría la puerta de la eternidad, de la Nueva Jerusalén, de la gloria.
Pseudo-Dionisio, autor sirio del siglo VI, en su obra sobre la organización de los seres celestiales, divide al mundo de los ángeles en tres jerarquías, y a cada una de ellas en tres órdenes o coros, estableciendo así nueve grados diferentes. La primera jerarquía está compuesta por serafines, querubines y tronos; la segunda por dominaciones, virtudes y potestades; la última por principados, arcángeles y ángeles. Estos últimos son los únicos que se comunican con los hombres. Posteriormente Santo Tomás de Aquino aceptará las nueve jerarquías de ángeles según la diversa proporción que estos tienen para recibir la luz divina.
María, reina del Universo
En la Edad Media se pensaba que para alcanzar esa unión del alma con Dios existían dos caminos: el del amor, inspirado en el Cantar de los Cantares donde se establecía un diálogo permanente entre Dios y el alma, cuyo máximo exponente será San Bernardo; y, en segundo lugar, el de la esencia, basado en la doctrina del Pseudo-Dionisio, y que concebía dos mundos: el visible y el invisible. Arriba situaba las jerarquías de los ángeles, abajo las jerarquías de los hombres. Todas las criaturas habían salido de la luz de Dios y, en función del escalafón que ocupaban, recibían y transmitían la luz divina. Luz que Dios desde lo alto irradiaba hacia la tierra, y que podía ser contemplada por las criaturas, si estas estaban libres de pecado. El alma era como un espejo con capacidad para reflejar la luz, y se iba asemejando a Dios cuando era capaz de devolver toda la luz que Dios le transmitía. Para alcanzar esa meta, existía un camino, un modelo: María.
La figura de María es uno de los mejores ejemplos que se ofrecen en La Leyenda Dorada para presentarnos las estancias celestes y, sus moradores naturales, los ángeles. En sus páginas se reúnen escritos de algunos Padres de la Iglesia, como San Jerónimo o San Agustín y otros autores, como San Cosme, el Vestidor, San Gerardo… , que nos ayudan a ampliar la imagen y el significado de los ángeles en la sociedad occidental de mediados del siglo XIII.
Así, San Juan Damasceno, al referirse a la Asunción de María, en una de sus pláticas recogidas en la Leyenda Dorada afirmaba: «que la Virgen Sacratísima [ … ] viviendo siempre iluminada por celestiales luces, acudió a la llamada del Rey del cielo, abandonó este mundo y se instaló en las eternas moradas [ … ] y así como el sol esplendente nos alumbra, [ … ] así también tú, fuente de luz verdadera [ … ] tornaste luego a alumbrarnos profundamente con las claridades de tu luminosidad perpetua. Por eso, tu santísima dormición no debe ser llamada muerte, sino emigración, viaje o llegada a tu destino final, porque al separarte del cuerpo llegaste al cielo acompañada de infinidad de ángeles y de arcángeles que salieron a tu encuentro».
protectores celestiales
Sobre la Angelología se pueden analizar multitud de cuestiones y de aspectos muy diversos. Hemos elegido la luminosidad porque la luz es uno de los semblantes de Dios, que desde los cielos manifiesta su divinidad a los hombres por medio de sus ángeles, creados como espíritus resplandecientes que reflejan como un espejo su luminiscencia. Esa luz aparece en muchos encuentros que hombres y mujeres, probados en la fe, mantuvieron con los ángeles como presencia del Dios vivo, resucitado y exaltado al cielo. Personas que experimentaron, como Jesucristo, el sufrimiento de la entrega de su vida en medio de grandes torturas y que recibieron en esa aparición una señal, a modo de premio como primicia, comprobando que su fe era verdaderamente garantía de lo que esperaban obtener con su sacrificio.
Es el caso de San Sebastián, tal como cuenta la tradición, cuando asistía a la ejecución de dos hermanos gemelos, Marco y Marcelino, condenados a muerte por confesar la fe cristiana y, viendo que ante la presencia de sus padres, esposas e hijos (que no entendían su firmeza religiosa) comenzaban a flaquear, salió de entre la multitud y los animaba a que fueran testigos del mensaje de Jesús. Dirigiéndose a todos los presentes les anunció la llegada del Reino de Dios: «Casi una hora estuvo hablando, y mientras hacía uso de la palabra su cuerpo apareció cubierto con una capa blanquísima y rodeado de un halo de luz esplendente que venía del cielo. Siete ángeles de fulgurante claridad hicieron guardia a su lado durante toda la plática y, en cuanto ésta terminó, un joven hermosísimo que había estado a su vera le dio un beso de paz en la frente y le dijo: «Tu estarás siempre conmigo»». Poco tiempo después, el propio Sebastián fue atado al tronco de un árbol, muriendo martirizado, asaeteado por infinidad de dardos y flechas .
También Santa Inés, a la que San Ambrosio, autor del relato de su martirio, llama virgen prudentísima, tuvo este tipo de experiencia. Deseada por un joven aristócrata, al ser rechazado, la condujo a un prostíbulo para que él y sus amigos se divirtieran con ella. Pero «al llegar al lupanar un ángel inundó toda la casa de claridad vivísima y cubrió a la joven con un blanquísimo manto; a partir de aquel momento, lo que era lugar de pecado quedó convertido en lugar de oración [ … ] los amigos del joven al ver aquel milagro salieron precipitadamente de allí confusos y arrepentidos”. De Santa Catalina se cuenta que fue azotada con escorpiones, con cadenas de hierro y afilados garfios y, después del suplicio, introducida en una mazmorra. Allí fue visitada por la mujer de su verdugo que, como recompensa a esta acción compasiva, presenció cómo la cárcel estaba «inundada de luz», y unos ángeles acompañaban a la doncella y curaban con ungüentos sus llagas.
Otros mártires que fueron iluminados y recibieron visitas de ángeles fueron San Vicente, recluido en un oscuro calabozo en el que algunos ángeles lo atendieron y consolaron antes de su muerte; Santa Eufemia, también presa y vista por numerosos testigos rodeada de un coro de hermosísimas y «resplandecientes» doncellas; San Bartolomé, o los hermanos Tiburcio y Valeriano (esposo de santa Cecilia), degollados al negarse a ofrecer sacrificios a Júpiter, y de los que un testigo juró que, en el preciso instante en que consumaron su martirio, vio cómo unos «ángeles muy luminosos» sacaron de ellos las almas de sus cuerpos, las tomaron en sus brazos y se las llevaron al cielo.
mensajeros del cielo
Asimismo, La Leyenda Dorada también se hace eco de los santos que han destacado por la renuncia a todos sus bienes materiales, por su piedad y dedicación al servicio de Dios, y los hace merecedores de participar del resplandor de la luz divina. Así por ejemplo San Jadoc, por haber despreciado las riquezas de la tierra se durmió en el Señor, rodeado de ángeles y asistido por el propio Cristo en persona, de cuya presencia dieron testimonio una «ofuscadora claridad irresistible para los ojos humanos» y la divina y exquisita fragancia que inundó su celda. También Santa Otilia, quien conociendo que su padre estaba en el purgatorio, pidió por él al Señor con tanto fervor y lágrimas, que Dios, movido a misericordia, hizo que ella se viera a sí misma envuelta en «resplandores», que conociera el cielo abierto y a los ángeles liberando a su padre; San Benito, en el que dos religiosos, separadamente, en el instante del fallecimiento del santo vieron «un camino profusamente iluminado por infinidad de lámparas, que se iniciaba en la ventana de la celda del santo y, ascendiendo suavemente en rampa y en dirección hacia oriente, llegaba hasta el cielo», y lo mismo ocurrió con san Ruperto, al que la Iglesia denomina «hombre justo que vive y reina entre los ángeles».
La presencia de estos seres de luz no es siempre una señal que antecede a la muerte de los justos. En otras ocasiones visitan a hombres que han de ejecutar misiones para servicio de la gloria de Dios. Así, Santiago de la Vorágine se hace eco de las más conocidas e importantes como la conversión de San Pablo, o la del emperador Constantino «que en sueños veía en lo alto del firmamento una cruz muy brillante, como si fuese de fuego, mientras (…) dos ángeles a su vera, de pie, sobre el suelo, le comunicaban: «Con esta señal vencerás»»; o San Gregorio que, como no deseaba ocupar la silla de san Pedro, se recluyó en una cueva durante tres días, para pasar desapercibido. Pero no le sirvió de nada, puesto que Dios envió una señal divina a un anacoreta. El cual desde su celda tuvo una visión: «Vio una columna de luz que descendía del cielo y se posaba en la gruta; por la columna luminosa comenzaron a subir y bajar incesantemente multitud de ángeles”. Por tan extraño fenómeno hallaron allí al santo y lo consagraron papa.
Los ángeles son transmisores de la voluntad divina porque participan de su luz. Son los que muestran la misteriosa realidad celeste porque comparten dicha luz. Luz, como se revela en el primer capítulo del evangelio de San Juan: «La Palabra era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1, 9), reflejo de la gloria celestial, de la divinidad y de la esencia del amor de Dios al hombre.
Podemos concluir que la existencia real o imaginaria de los ángeles en el discurrir de la mentalidad del hombre medieval no fue casual, sino que venía a cubrir determinadas necesidades del hombre. El cielo se abría a los que se consideraban hijos de Dios y habían vivido como tales. El premio a sus testimonio era la posibilidad de vislumbrar la Jerusalén mesiánica que describe el Apocalipsis: “ La Ciudad que no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero” (Ap 21, 23-26). Los cristianos podían caminar hacia esa meta.
Si se considera La Leyenda Dorada como un libro compuesto con la finalidad de estimular la piedad cristiana de los lectores y oyentes, hay que reconocer que tuvo un gran éxito. Un renombre que se debió a la simplicidad para presentar modelos de hombres creyentes y estampas de sus vidas donde aparecía de forma gráfica y visible el amor de Dios y de su Hijo, y cómo, por su medio, se obtenía la salvación eterna. Las narraciones, con descripciones de pequeños detalles, movían al fervor, a exaltar y respetar a Dios, a sostener la adhesión hacia sus santos para alcanzar su mismo fin, e incitaron con ardor a seguir su ejemplo.