«En aquel tiempo, dijo Jesús al pueblo en la sinagoga de Nazaret: “Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio”. Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba». (Lc 4, 24-30)
Jesús se encontraba en Nazaret, el pueblo donde se había criado, por lo que todos le conocían a él y a su familia. Como de costumbre, entro en la sinagoga y durante la liturgia del sábado leyó una profecía de Isaías sobre el Mesías y anunció su cumplimiento, haciendo entender que aquella palabra se refería a Él. Los nazarenos quedaron desconcertados, pues se preguntaban de dónde podía sacar tanta sabiduría: «Todos daban testimonio a favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca.» (Lc 4,22).
Pero por otra parte, sus paisanos que lo conocían muy bien decían: «Es uno como nosotros. Su reclamo no puede que ser más que presunción. ¿No es este el hijo de José?»
Es decir, que unos estaban expectantes deseando verle hacer prodigios mientras que otros, más escépticos, no creían en él.
Estas actitudes son muy corrientes entre los humanos. Por un lado, nos encanta el espectáculo, deseamos contemplar lo insólito, nos divierte lo que se sale de lo común, pero somos incapaces de ver más allá de lo superficial. Por otra parte, etiquetamos a las personas según la primera impresión que nos causan y nos parece que siempre han de ser como nosotros “hemos decidido” que son. En esta clasificación, inamovible a pesar de la precipitación con que haya podido tomarse, juegan habitualmente un relevante papel la envidia y el resentimiento que podamos sentir hacia el aludido. Tal debió ser la situación con la que se encontró Jesucristo al regresar a Nazaret, su pueblo.
Podía haber realizado los milagros que todos esperaban contemplar para “obligarlos” a aceptar su doctrina, con una “demostración” irrebatible de que era Dios. Pero este no era su estilo. Su forma de actuar no debía ser impositiva, pues aplastaría la libertad de elección de cada uno, con lo cual se hacía imposible una adhesión a su persona por amor. El amor únicamente es posible como consecuencia de una opción libre.
Hoy como ayer, también hay muchos que buscan mil maneras de justificar su repulsión visceral, absurda e irracional, hacia la idea de que Dios está con Jesucristo; es más: de que es el Unigénito, el Hijo de Dios que con el Padre y el Espíritu Santo es un solo Dios.
Justamente conociendo esta cerrazón de sus paisanos, que confirma el proverbio «nadie es profeta en su tierra», Jesús dirige a la gente, en la sinagoga, palabras que suenan como una provocación. Cita dos milagros cumplidos por los grandes profetas Elías y Eliseo a favor de personas no israelitas, para demostrar que a veces hay más fe fuera de Israel.
Sus paisanos se sintieron ofendidos ante sus palabras, hasta el punto de que la reacción es unánime: todos se levantan y lo echan fuera, y hasta tratan de lanzarlo a un precipicio, pero Él, con soberana tranquilidad, pasa en medio de la gente enfurecida y se va.
Aquí cabe preguntarse: ¿cómo así Jesús ha querido provocar esta situación? Ya que al principio la gente le admiraba, habría podido obtener cierto consenso… pero justamente este es el punto: Jesús no ha venido para buscar el consenso de los hombres, sino para dar testimonio de la verdad.
El verdadero profeta no obedece a nadie más que a Dios y se pone al servicio de la verdad, listo a responder personalmente. Es verdad que Jesús es el profeta del amor, pero también el amor tiene su verdad. Es más, amor y verdad son dos nombres de la misma realidad, dos nombres de Dios.
Creer en Dios significa renunciar a los propios prejuicios y acoger el rostro concreto con el que Él se ha revelado: el hombre Jesús de Nazaret. Y este camino conduce también a reconocerlo y a servirlo en los demás.” (Palabras del Papa en el rezo del Ángelus del 2 de febrero).
Esta falta de criterio generalizada que mostraron los nazarenos al cambiar radicalmente de opinión, es característica del ser humano de todas las épocas, y en los tiempos modernos ha sido el caldo de cultivo en el que el laicismo ha logrado imponer sus falsedades. La desinformación y la incultura, la satisfacción de las pasiones y el miedo a desentonar de la opinión generalizada han llevado a la gente a la falacia de creer que son autónomos y autosuficientes; a creer que viven en una democracia que garantiza sus libertades, cuando lo que ocurre es todo lo contrario: piensan y viven según los intereses de los poderes establecidos, padecen una tiranía hábilmente disfrazada de democracia y, sin Dios, sin fe y tarados en su dimensión escatológica, las masas de nuestro siglo, enfurecidas sin saber por qué, no pierden ocasión de atacar cuanto de religioso se pone a su alcance. Naturalmente, siempre que no roce las creencias musulmanas…
Hoy como ayer, muchos siguen queriendo despeñar a Cristo. Pero sus incondicionales seguidores sabemos que al final, él será el vencedor sin necesidad de responder a la violencia que se le hace con las mismas armas.
Juanjo Guerrero