No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (San Juan 17,20-26).
COMENTARIO
El evangelio de hoy nos presenta la tercera y última parte de la Oración Sacerdotal, en la que Jesús mira hacia el futuro y manifiesta su gran deseo de unidad entre nosotros, sus discípulos, y para la permanencia de todos en el amor que unifica, pues sin amor y sin unidad no merecemos credibilidad.
En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a los otros. Si el distintivo de los cristianos es que se aman con el ágape de Jesucristo y que, además, están llamados a visibilizar y manifestar este amor a los ojos del mundo, nos podemos preguntar: ¿Dónde se dan, hoy, estos signos del amor y la unidad para que viéndolos, el hombre agnóstico o ateo que los contempla pueda sentirse cuestionado y atraído por la belleza del testimonio cristiano? La respuesta es que el signo que Jesús ha dejado para que los hombres se encuentren con la salvación, es su Iglesia que es su Cuerpo; una comunidad de hermanos que se aman, es el cuerpo visible (sacramental) de Jesucristo resucitado. Jesús ha establecido una gran presencia: la Iglesia como comunidad que arroja los signos de la fe que llaman a la fe y estos signos son dos: el Amor y la Unidad: como yo os he amado (Jn 15, 12) y que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (17, 21).
Este es el primer signo: el Amor: Amaos como Yo os he amado. Esto lo dice Jesús en el contexto de la última Cena, cuando sus discípulos tienen tras de sí todo un camino recorrido y vivido con Jesús en el que han sido testigos de las múltiples señales y detalles del amor de su Maestro hacia ellos, de ahí, que el Papa emérito Benedicto XVI nos recordara que “el amor puede ser mandado porque antes ha sido dado” (cf. Deus charitas est, nº 14). Efectivamente, si nos preguntamos: ¿Jesús ha dejado algún signo en virtud del cual viéndolo, las personas puedan sentirse llamadas a la fe? ¿Cuáles son los signos que llaman a la fe? Pues bien, si abrimos el Evangelio, leemos que Jesús dice: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 15, 12). ¿Cómo nos ha amado Jesucristo? Hasta la muerte, “en esto (en esta forma de amar) conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13, 35). Quiere decir Jesús, que si en una parroquia, hay una comunidad de hermanos (no una comunidad formada solo por jóvenes estudiantes, porque la Iglesia es católica, que quiere decir universal, no en el sentido de que de hecho estén todas las naciones en la Iglesia, sino porque todo tipo de hombre está llamado a ella) que está compuesta por ancianos, matrimonios, solteras, jóvenes, etc., (que representan a toda la sociedad), que se aman en la dimensión de la cruz; en este amor con el que se aman, conocerán las personas que están fuera de la Iglesia y contemplan este signo (el amor entre los hermanos) que son discípulos de Jesús. El amor en la dimensión de la cruz, hasta dar la vida por el otro (el prójimo y, muy especialmente, el enemigo) es el signo distintivo de los cristianos. Sí, sostiene, el Papa, “es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar. Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla san Juan (19, 37), ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta Carta encíclica: Dios es amor” (cf. Ibíd., n. 12), o, como nos acaba de recordar recientemente nuestro Papa Francisco «el designio del Padre es Cristo, y nosotros en él. En último término, es Cristo amando en nosotros, porque la santidad no es sino la caridad plenamente vivida» (cf. Gaudete et exsultate, n. 21).
Pero hay un segundo signo: la Unidad. Dice también Jesús: “Padre, Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado” (Jn 17, 22). O sea, dice Jesús, que si en la parroquia hay un grupo de hombres que se aman más allá de la muerte (lo que quiere decir que han vencido a la muerte) y son perfectamente uno, estas personas que no pisan por la Iglesia y que los ven, tendrán que decir estas palabras: «éstos son discípulos de Jesús» (porque se aman); y si son perfectamente uno, dirá: «ese Jesús es el enviado de Dios al mundo». Efectivamente, es la Iglesia el signo de la Buena Noticia que viene a los hombres: una comunidad de cristianos que se aman en una dimensión que nadie puede amar: en la dimensión de la cruz, más allá de la muerte, fieles cristianos que aman hasta dar la vida. La Iglesia visibiliza que el amor de Dios que nos amó sin límites ha puesto su tienda en medio de nosotros, que los cristianos hemos sido elegidos para ser santuario de este amor. Si somos cristianos, este amor vive dentro de nosotros, nos ha sido por el Espíritu Santo (Rom 5, 5) como un principio de vida nueva que Dios nos da. Este Espíritu, que es el Espíritu de Cristo nos hace hijos de Dios y nos permite, también amar como Dios. De este amor acogido, custodiado y alimentado permanentemente por la fe, nadie nos separará, como canta el apóstol Pablo en (Rom. 8, 31-39), nada ni nadie “nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús”.
Aquí está uno de los desafíos pastorales más importantes y decisivos de nuestra pastoral parroquial actual. Si miramos a nuestras parroquias: ¿Dónde se dan, hoy, estos signos? ¿Dónde están estos hermanos que se aman en la dimensión de la cruz y son perfectamente uno? Porque Jesús dice: amaos visiblemente, que los demás os vean amaros, ¿dónde están hoy estos signos? Estamos aún lejos de pasar de una Iglesia comprendida como institución a una Iglesia que aparezca como comunión. Ya en el Congreso celebrado en 1988 para reflexionar sobre la parroquia evangelizadora se hacía la siguiente afirmación, “las parroquias no pueden ponerse al servicio de la evangelización, si no van transformándose de centros de servicios religiosos en comunidades vivas de creyentes, es decir, ámbitos donde los cristianos puedan vivir realmente la experiencia de la fraternidad cristiana”, o como nos pide el Papa Francisco al subrayar que «hace falta pasar de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera» (cf. Evangelii gaudium nº. 15).
En el horizonte del tercer milenio se vislumbra ya un nuevo rostro de Iglesia, una nueva forma de vivir la existencia cristiana, en pequeñas comunidades que vivan y arrojen los signos queridos por Jesús, el Amor: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13,35) y la Unidad: “Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado” (Jn 17, 22). Ambos signos, serán luz para las gentes y sacramento de salvación para todos.