En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: – «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud». (Juan 15, 9-11)
Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. El breve pasaje que nos ofrece la liturgia de hoy pertenece a esos discursos que, según el cuarto evangelista, Jesús pronuncia después de aquella que sería su última cena. Las palabras sobre las que pivota son: amar/amor, permanecer, guardar, mandamientos y alegría, todas ellas muy importantes en el evangelio de san Juan. Los sujetos, por su parte, son tres: el Padre, yo (Jesús) y vosotros (los discípulos).
Amar (o amor) es la relación básica entre los sujetos. De tal manera que, puesto que el Padre ha amado al Hijo, así este ha amado a sus discípulos. Y estos están llamados a hacer lo mismo. De hecho, es lo que decimos en el Padrenuestro, solo que formulado al revés: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Evidentemente, no se trata de hacer que el perdón de Dios dependa del nuestro, sino que nuestro comportamiento tiene que ir en correspondencia con el suyo.
Ese amor que es la sustancia de la relación entre el Padre y el Hijo, nosotros estamos llamados a conservarla, y eso se dice mediante el verbo «permanecer» (menô), un verbo que tiene la connotación del arraigo: nuestras raíces deben hundirse en el humus del amor de Dios (el que se tienen el Padre y el Hijo, y el que ambos nos tienen a nosotros). Pero, a continuación, la permanencia en el amor se «declina» mediante otro verbo unido a otro sustantivo: guardar los mandamientos. Como se sabe, en el evangelio de Juan se habla de un mandamiento, calificado además como nuevo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13,34-35). Cuando, en los evangelios sinópticos, le preguntan a Jesús por el mandamiento principal, responde: «El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
No hay mandamiento mayor que estos» (Mc 12,29-31). Se trata de dos citas del Antiguo Testamento (Dt 6,4-5 y Lv 19,18); por tanto, la novedad de la que habla san Juan remitiría no tanto al amor en sí –ya que eso ya estaba dicho–, sino más bien al modo en que hay que amar: «Como yo os he amado». Así pues, amar al estilo de Jesús es la manera cabal de observar o guardar los mandamientos de los que se habla. Y esto además porque eso es justamente lo que Jesús ha hecho con el Padre (porque así lo ha aprendido de él, cabría añadir: «Yo no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado» [Jn 8,28]).
La última parte del texto está dominada por la alegría (repetida dos veces); es ella el destino de todas esas relaciones de amor que vienen de lo alto y acaban en nosotros (los pronombres «vosotros» [hymin] o «vuestro» [hymôn] ocupan en el texto un lugar importante y significativo). Una alegría que está llamada a ser tan determinante como el amor del que procede, habida cuenta de que su vocación es «llenarlo» (verbo plêroô) todo.