«Cuando Jesús acabó de lavar los pies a sus discípulos, les dijo: “Os aseguro, el criado no es más que su amo, ni el enviado es más que el que lo envía. Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica. No lo digo por todos vosotros; yo sé bien a quiénes he elegido, pero tiene que cumplirse la Escritura: ‘El que compartía mi pan me ha traicionado’. Os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis que yo soy. Os lo aseguro: El que recibe a mi enviado me recibe a mí; y el que a mí me recibe, recibe al que me ha enviado”». (Jn 13,16-20)
El cristianismo fue y es verdaderamente revolucionario. Jesús predicaba el amor entre todas las personas, incluso al enemigo. Los judíos esperaban a un mesías lleno de autoridad, pero los discípulos de Jesús se encuentran con un hombre que rompe todos los moldes. Es lo que acaba de ocurrir en el Cenáculo: Jesús se pone al servicio de sus discípulos, se postra ante ellos, y les lava los pies. En esa época el que lavaba era el esclavo y nunca el maestro. Por eso Pedro le replicó que no se dejaría lavar los pies. Pero Cristo les muestra a todos, con el ejemplo, que el camino que propone es el del servicio, la entrega a los demás. Fue entonces un gesto no comprendido y aún ahora no se entiende que personas con autoridad muestren actitudes de verdadero servicio. Esta actitud de servicio nos interpela a todos, no solo a los políticos y gobernantes, a los empresarios, a quienes tienen poder. Es una lección para todos nosotros.
Continuamente tenemos la oportunidad de servir a los demás: en nuestra familia, en el trabajo, en la Iglesia, a los pobres…Tantos misioneros, voluntarios, personas en suma que dedican buena parte de sus energías y de su vida a servir a los demás desde ópticas muy distintas, pero que no son los únicos. No hacen falta historias extraordinarias: cada día tenemos la oportunidad de mostrar nuestro amor al otro en pequeños gestos, ofreciendo nuestros servicios con cariño y sencillez. Esto es importante: debemos pedir al Padre que nos ayude a servir, a hacer las cosas con alegría. Y no como una imposición, como una pesada tarea que suena al mal del trabajo forzoso. Nos dice Cristo: “Os aseguro, el criado no es más que su amo…” Si seguimos a Cristo, nuestra “etiqueta” tiene que ser la del servicio a los demás, a imagen de nuestro maestro.
Hay otra característica que es sorprendente, y que no existe en otras religiones: el hecho de ser hijos de Dios nos hace iguales ante Él, que no hace acepción de personas y a todas ama. Y, por tanto, nos convierte a todos en hermanos. Es una fraternidad que solo debe guiarse por el amor. Si experimentamos en nuestra vida el amor de Dios podremos dar de ese amor a los demás, también con alegría. Damos de lo que nos rebosa, de lo que nos regala el Señor, no en nuestros méritos sino por pura misericordia y gratuidad del Padre.
Por lo anterior, para el cristianismo no hay clases sociales, pues todos somos iguales. La Iglesia, afortunadamente, camina cada vez más hacia la corresponsabilidad de todos los fieles, en igualdad, precisamente por esa certeza de ser por el bautismo hijos adoptivos de Dios. El amor y la unidad son las claves para la vida del cristiano, experimentado desde la Iglesia primitiva y que hoy es el ideal de muchísimas comunidades.
Una última reflexión: Cristo en este evangelio habla a los discípulos, entristecidos porque sienten en sus carnes la próxima soledad. Les está anunciando su muerte y, al mismo tiempo, su resurrección. Conoce su débil fe y les anima a que crean, a que le reconozcan, a que le reciban. ¿No es también nuestro retrato? Tantísimas veces ¿no dudamos del amor de Cristo ante el sufrimiento? ¿No experimentamos una total soledad que nos desconsuela y nos provoca dudas de fe? Seguro que todos tenemos experiencias concretas del amor de Cristo en nuestras vidas. Esos encuentros, esas verdaderas alianzas tienen que servirnos de alimento cuando sentimos que atravesamos el desierto y nos sentimos sedientos y cansados. Es la maravilla de caminar en la Iglesia con otros hermanos, que nos pueden apoyar, ser signo del amor de Cristo y ofrecernos su brazo para ayudarnos a caminar en esos momentos más difíciles. Pero para ello se precisa otra cualidad: la humildad. Al final, la vida del cristiano se resume en tres palabras: amor, servicio y humildad.
Aceptar esto en nuestra vida será signo de sabiduría y será el termómetro para descubrir cómo vamos caminando hacia la santidad. Y todos los cristianos estamos llamados a ser santos.
Juan Sánchez Sánchez