“Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno,
derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad.
Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear, de los dos, en si mismo,
un único hombre nuevo, haciendo las paces.
Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz,
dando muerte en él a la hostilidad”
(Ef 2,14-16).
Se trata del Amor pascual. El texto de Pablo nos permite adentrarnos en el universo misterioso del amor, que atraviesa la vida de los hombres y de las mujeres y que hoy, como ayer, es la piedra angular del vivir… y del sinvivir. La Pascua del Señor abre un horizonte de sanación y reconstrucción para tanto amor que una vez fue, pero fracasó y se perdió.
En pocas ocasiones, el realismo y la carnalidad de cuanto encierra lo que dice Pablo están tan presentes como en esta. Añade en el v. 17: “Vino a anunciar la paz…”. Y en el 18 concluye: “Así, unos y otros, podemos acercarnos al Padre por medio de Él en un mismo Espíritu”. Evidentemente, el Apóstol trata de la unidad de gentiles y judíos en Cristo. Pero las resonancias pascuales del texto y la evocación de Gén 2,24, “serán dos en una única carne”, permiten entenderlo también en quienes han sufrido el proceso de ser uno en dos carnes y luego la vuelta a la dualidad inicial. Pero la palabra de Pablo añade un elemento más al proceso: los dos pueden acercarse definitivamente a un Amor Supremo en el Espíritu.
Lucas pone en boca de Jesús unas palabras de acertado discernimiento de esta cuestión: “Donde está el cadáver, allí se reunirán los buitres” (Lc 17,37). Donde la violencia del uno contra el otro , el odio, la mentira, la mezquindad, los abusos, e incluso la muerte revolotean, allí alguna carne ha sido dada a los gusanos, que es lo que significa cadáver: “caro ad vermes”. Allí algo se descompone y se pudre.
y serán los dos una sola carne
Está claro que la cuestión del amor quebrantado y perdido toca el nervio mismo de la vida humana en su carnalidad más descarnada, valga la antirredundancia. El divorcio es signo de un mal muy profundo, porque de cuerpos (y almas) hablamos; no de cosas etéreas o místicas. Nosotros sabemos del Verbo de la vida aquello que hemos visto y palpado (1 Jn 1,1-3). También sabemos lo que hemos oído de Él, y por eso hablamos: que en Él habita corporalmente la plenitud de la divinidad (Col 2,9).
Que Dios tenga este modo (corporalmente) de habitar en un hombre, concarnaliza y consanguiniza a todos los hombres en el hombre Jesús de Nazaret. De aquí que yo sepa que Dios es amor, porque el amor a los demás, como un paso, una Pascua, se produce visiblemente y experiencialmente en mí: el Amor es el tránsito de la muerte a la vida. Este paso es un latir del corazón, una sístole y diástole del corazón humano y divino del resucitado. El hombre y la mujer acaparan estos movimientos en un solo impulso que traducen en lo cotidiano la creación humana según la imagen de Dios que es Cristo Jesús (Col 1,15).
El matrimonio cristiano es el inmenso don de participar en la pascua de Jesús de un modo peculiar y único: haciendo visible el Amor de Alianza de Dios con su pueblo, y el Amor del Señor Resucitado a su Iglesia.
Al despertar del sueño, Adán dijo: “Esta sí que es carne de mi carne y huesos de mis huesos”. Es la declaración de un hombre a una mujer más original que se haya hecho nunca; y original no solo por ser la primera, sino porque va mucho más allá de “una declaración de género”, tan de actualidad hoy. Va tan allá que se adentra en el ámbito de Dios, de modo que jamás Adán hubiera podido ver en la carne de Eva la posibilidad misma de llegar al conocimiento de un modo de amor, infinitamente mayor que su propia limitación, que los constituía en personas ordenadas a ser “una sola carne”. El mismo Jesús, al ser requerido por los fariseos, acudirá al principio de este acto fundacional de la naturaleza humana por parte de Dios.
Este “ẻsah” o proyecto de Dios en las carnes Humanas ya entonces apuntaba maneras exclusivas de un Amor superior, definitivamente definitivo, singular del todo, y único: solo Dios ama de modo que las dos carnes se realicen plenamente en una sola y única. El matrimonio cristiano sacramentaliza esta forma de amar de Dios.
nos mantienes para siempre en tu presencia
El Señor Jesús, según la carta a los Hebreos (2,14-15), sentado a la diestra de Dios no se avergüenza de ser hermano nuestro, de tener nuestras misma carne y sangre, precisamente para así librarnos del miedo a la muerte que nos tenía esclavos de por vida. ¿Qué relación cabe establecer, entonces, entre la carne, el miedo a la muerte, la liberación de la esclavitud y la glorificación del Señor? Es una cuestión de enorme alcance. Quizá la Carta que Juan escribe a la Iglesia de Laodicea, en nombre de Cristo Jesús resucitado, nos ayude a responderla.
Creerse ricos, siendo pobres de solemnidad (Ap 3,17ss) es mucho más que un error en el cálculo de nuestros haberes; es un estar “en descubierto”, tal que nuestras desnudeces solo puedan taparse con unas vestiduras blancas. Si las vestiduras blancas son signo de resurrección, la desnudez, nuestras vergüenzas, lo son de la muerte. Y, en efecto, nada como la muerte pone al descubierto en un instante lo que realmente somos: vinimos del polvo y al polvo volvemos. Semejante descubierto en nuestra cuenta corriente mete en nuestra vida un miedo —iba a decir ontológico—, de tal magnitud que no podemos en modo alguno superarlo solos. Únicamente quién haya vuelto a la vida en una Pascua excelsa podrá devolvernos la esperanza y la alegría de vivir.
Exactamente es lo que ocurre con el amor facturado y perdido. La pérdida del amor es la pérdida de la vida; y experimentar esto —bien lo saben tantas parejas— es sentir en la carne y en los huesos el formido et pavor, un estremecimiento que nos arruina y aniquila. Tiene que regalársenos un Amor más grande, inquebrantable e imperdible, para salir de un fiasco así. Y de esta restauración tienen experiencia también muchas parejas. Este Amor llega del otro lado del fracaso total y de la muerte.
La raíz profunda de este mal es el pecado, por cuyo aguijón se nos inocula la muerte… y no es metáfora. Sin embargo, Lucas nos ha guardado en el Libro de los Hechos (Hch 1,1-5) el relato de un encuentro del Resucitado con los discípulos que es una bendición y un consuelo infinito, además de la auténtica medicina a este problema. Jesús, después de su pasión se presenta vivo a los discípulos, les habla del Reino de Dios y come con ellos, anunciándoles el Espíritu Santo como la gran promesa del padre.
vuélvete, Señor, rescata mi vida
Este comer, del v. 4, es literalmente “compartir la sal”, en el texto griego original. La sal tiene un contenido significativo apretadísimo: Jesús comparte con los suyos todos los bienes de su Resurrección, reparte entre ellos su vida plena y celeste. La sal preserva de la corrupción y regenera lo que se corrompe. El Espíritu Santo regenera la vida de los hombres, haciendo su existencia nueva. Por eso la propuesta de Lucas es asombrosa; es posible re-componer el amor des-compuesto en una dialéctica que opera, no por la contradicción y el conflicto entre las partes, sino por la conciliación y entrega de la una a la otra. Tiene forma —una vez más— de cruz, y remata en un modo renovado de existencia. Esta es nuestra verdad; lo que proponían los fariseos a Cristo, por la vía laxa o por la vía rigorista, da igual, no es más que un apaño: dar libelo de repudio deja el problema sin resolver.
El Espíritu del resucitado no es una teoría terapéutica o una tesis de libro que, junto con otras, pudiera formar un cuerpo de doctrina posible de encerrar en cánones o leyes. La sal que el Señor ofrece no es el prospecto sino la medicina. Por otra parte, habría que leer detenidamente Mt 19,2: “… y los curó allí”, antes de la perícopa sobre el divorcio, al objeto de comprender adecuadamente esta. Me parece bastante claro que, sin el efecto curativo y reparador de la “sal del Amor infinito” que es el Espíritu Santo, no es posible comprender lo que Jesús enseña sobre el divorcio, ni la propuesta evangélica acerca del amor entre hombres y mujeres sobre la voluntad de Dios. Y la experiencia de nuestras sociedades tampoco deja duda alguna de cuál es la eficacia sanadora de las leyes divorcistas. Un mal radical necesita cura en su raíz. Y solo a la raíz última llega el encuentro con el Resucitado y la aceptación del mismo Espíritu que nos lo devolvió de la muerte hecho Señor de todos nuestros enemigos, entre los cuales el desamor y la muerte son los peores. Urge evangelizar, urge llevar, a tiempo, esta buena noticia allí donde los buitres se congregan.
María es la depositaria del Espíritu; la llena de gracia y el Arca que custodia el Amor de Dios, para dárnoslo a quienes sufrimos y peleamos por una vida feliz. “Madre amable” y “Madre del Amor de los Amores”: ¡cuántas veces Jesús nuestro Señor no compartiría con José y sus cercanos la Sal! Sí, sabemos que la comparte con todos los hombres, desde Pentecostés en adelante. María sabe de la inmensa alegría que encuentra el esposo con la esposa y del sufrimiento hondo del corazón, y de la vida toda, cuando el amor ya no está, tal como ocurrió en Caná. Jesús resucitado, apostado a nuestra puerta llama y espera. Desde el lado en que nosotros estamos, para una cena como aquella que contaba Lucas, solo se necesita que abramos y María la sirva. ¿Quedará por ella que cenemos pero que muy bien?