En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó:
– «¿Qué mandamiento es el primero de todos?»
Respondió Jesús:
– «El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. ” El segundo es éste: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” No hay mandamiento mayor que éstos».
El escriba replicó:
– «Muy bien, Maestro, sin duda tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios».
Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo:
– «No estás lejos del reino de Dios.»
Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.(Mc. 12,18b-34)
La respuesta de Jesús al fariseo podría parecer excesiva, pues le pregunta por el primer mandamiento y el Maestro le contesta con el solicitado más el siguiente. Pero en realidad, no es así. Con la respuesta que recibe, el fariseo ha de entender que se trata de dos mandamientos inseparables. El amor a Dios es imposible si no va acompañado del amor al prójimo, pues ese amor total, “con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma, con todo tu ser” supone por parte del que ama una entrega absoluta al ser amado; una donación que se basta a sí misma en el hecho de darse, pues se realiza en el acto de amar en el que encuentra su total felicidad, sin necesidad de recibir nada a cambio. Es el amor perfecto muy distinto de lo que humanamente se suele entender por amor, ya que éste se complace en gran medida con el afecto, al menos, con el que le corresponde el ser amado.
El amor que se otorga a Dios, al tender hacia él, se inflama de los sentimientos de Dios que, por encima de toda consideración, no son otros que un amor infinito a los hombres; es decir, al prójimo del que ama a Dios.
Por lo tanto, el que quiera saber si ama realmente a Dios con todo su ser ha de analizarse a sí mismo para ver cuál es su relación con sus hermanos, que son todos los hombres. Y en la medida en la que guarde algún mal sentimiento hacia alguno de ellos, no habrá llegado a amar a Dios, tal como él quiere ser amado.
Podría objetarse que hay personas que tienen una enorme maldad dentro de sí y que no cejan en hacer daño a diestro y siniestro. Pues bien, a pesar de que esto sea cierto, esos seres poseídos por el demonio son más esclavos que malvados, han llegado a un grado de dependencia de Satanás del que, por el momento, les es imposible salir; y lo que es más: Dios también los ama. Si es así ¿cómo no les va a amar quien ame totalmente a Dios? ¿Es que hay que enmendarle la plana a Dios?
También es cierto que amar al enemigo es imposible para el hombre. La naturaleza humana, dañada tras el pecado original, es egoísta, teme ser atacada, tiende a defenderse del que pueda ofenderla. Pero, a pesar de todo, cada persona, haciendo uso de su libertad, sí puede desear el poseer esos sentimientos que la lleven a amar al prójimo tal como indica el segundo mandamiento. Si ese deseo es de corazón, no simplemente de boquilla, si es tenaz, no flor de un día, Dios enviará su Espíritu Santo a todo el que quiera amar de verdad y, por pura misericordia divina, como don inefable, se hará realidad esa forma de amor tan excelsa. Desde luego, será la única de la que gozarán en el cielo todos los elegidos.
Y tú: ¿Deseas cumplir el segundo mandamiento?