Ernesto Juliá Díaz«En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados enseñaba a la gente. Se quedaban asombrados de su doctrina porque hablaba con autoridad. Había en la sinagoga un hombre que tenía un demonio inmundo, y se puso a gritar a voces: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”. Jesús le intimó: “¡Cierra la boca y sal!”. El demonio tiró al hombre por tierra en medio de la gente, pero salió sin hacerle daño. Todos comentaban estupefactos: “¿Qué tiene su palabra? Da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen”. Noticias de él iban llegando a todos los lugares de la comarca». (Lc 4, 31-37)
“Se quedan asombrados de su doctrina”. Los habitantes de Cafarnaún reciben a Nuestro Señor Jesucristo con los brazos abiertos. Le escuchan con atención, se maravillan de las palabras que salen de su boca, y quedan “asombrados”. ¿Hasta qué punto eran conscientes de que estaban oyendo la palabra del Hijo de Dios hecho hombre?
“Habla con autoridad”, comentan entre ellos. Cristo, la Verdad, ha venido también para desvelar a todos los hombres los misterios del amor de Dios, del corazón de Dios, escondidos desde la creación del mundo. Entre los oyentes, un hombre “que tenía un demonio inmundo”. Y ese hombre comienza a gritar, a protestar, molesto por la presencia de Jesucristo.
“El Diablo siempre está tratando de arruinar la obra de Dios, sembrando la división en el corazón humano, entre el cuerpo y el alma, entre el hombre y Dios, en las relaciones interpersonales, sociales, internacionales, e incluso entre el hombre y la creación”, comentó recientemente el Papa (Angelus, 22.VII-2012).
La boca del hombre endemoniado es el altavoz del diablo. “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros?”.
La escena de Cafarnaún la vivimos a diario en nuestro mundo actual, en cualquier situación en la que nos encontremos. El Papa, la Iglesia, no deja de anunciar cada día con su palabra y con el ejemplo de la vida de tantos cristianos y cristianas santas, que Cristo continúa presente en la tierra; que Dios nos ama, y envía a su Hijo Único a la tierra para que nos otorgue el perdón de nuestros pecados, cuando, arrepentidos, nos acercamos a Él con confianza.
Ateos, agnósticos, cristianos descreídos, parecen unir sus voces de protesta porque Dios sigue presente y vivo en la tierra. ¿Qué les molesta? ¿Qué les intranquiliza? No pueden soportar que se les recuerden las grandes verdades que dan sentido a la vida del hombre: que Dios es Creador y que el hombre ha sido creado por Él; que Cristo se ha encarnado, se ha hecho hombre, y vive para siempre, sacramentalmente, en la Eucaristía; que la vida no se acaba en la tierra, que es eterna, en el Cielo o en el infierno; y que el hombre ha de acomodar su vida a las palabras de Dios, a los mandamientos de Dios y de la Iglesia, si quiere salvarse, estar con Dios después de la muerte.
Podrían rechazar las palabras de Cristo sin más; no creer y no hablar de lo que han escuchado y oído. Pero ellos mismos saben que eso no es posible: el hombre se puede apartar y rechazar a Dios; Dios nunca se aparta ni rechaza al hombre. Y como somos criaturas de Dios, en el fondo de nuestro espíritu siempre permanece —aunque muy leve a veces— ese clamor que busca la verdad, que busca el amor, que busca a Dios.
El diablo necesita gritar, protestar. Jesucristo no comienza el diálogo con el hombre endemoniado. Cuando el hombre se enfada y habla, entonces Jesús dice al diablo: “Cállate y sal de ese hombre”. El diablo siembra la guerra, Dios crea la paz. La autoridad de Cristo da paz y alegría al corazón de los hombres, a nuestro corazones. Y al asombro sigue la aceptación de la palabra y el deseo de transmitir a otras personas la luz recibida.
“Noticias de Él iban llegando a todos los lugares de la comarca”, concluye el Evangelio. Los habitantes de Cafarnaún hablan a los de los lugares cercanos de lo que han visto y han oído a Jesucristo. Se convierten en apóstoles. Todos los cristianos estamos llamados a anunciar el nombre de Cristo, la persona de Cristo, el evangelio de Cristo, el amor de Dios y el perdón de Dios, a todas las personas que conocemos y que quizá nunca han oído hablar de Dios, que todavía no saben que el Hijo de Dios ha nacido hombre de María, la Virgen. Y, ¿cómo lo podemos hacer? Con la amistad, la palabra y el ejemplo. Cuando nos preocupamos de sus necesidades y les acompañamos en sus alegrías y en sus penas, les transmitimos el amor de Dios; cuando les animamos a frecuentar los sacramentos, les acercamos a vivir con Cristo; cuando nos ven rezar y recibir la Eucaristía con devoción, les anunciamos la cercanía de Cristo.
Pedro, Juan y los primeros apóstoles dijeron con valentía ante el Sanedrín, que les prohibió hablar de Jesucristo, de la Resurrección: “Entonces los llamaron y les ordenaron que en ninguna manera hablaran ni enseñaran en el nombre de Jesús. Pero Pedro y Juan respondieron diciéndoles: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios, porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hch 4,19-20).
Y así hemos de actuar nosotros, cada uno de nosotros, en cualquier circunstancia en la que nos encontremos. Es tiempo de dar testimonio de nuestra fe y del amor de Dios, sin el menor respeto humano por “el qué dirán”, y con la fortaleza y serenidad con las que lo han hecho generaciones de cristianos que nos han precedido sobre la tierra.
El Papa nos lo recuerda con mucha claridad, al convocarnos para vivir un Año de la Fe: “Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cfr. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban”. “También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia”(Porta Fidei, n. 13).
Que la Virgen Santísima nos conceda a todos la alegría de anunciar, con nuestra vida y nuestra palabra, a Jesucristo, muerto y resucitado, Luz del Mundo.