En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
– «Este es mí mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.
Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando.
Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.
No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure.
De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros.» (San Juan 15, 12-17)
COMENTARIO
El texto que hoy comentamos nos sitúa, de nuevo en el marco de la ULTIMA CENA de Jesús. En el contexto de una conversación íntima, de despedida, de descubrir secretos, de abrir el corazón hasta el fondo, de palabras que revelan un Testamento.
Jesús, a cuantos nos llamamos discípulos suyos, nos deja en herencia su Espíritu, que es, esencialmente, Amor. No un amor cualquiera; un amor hasta dar la vida. El nos manda conservarlo, guardarlo como la mejor joya, permanecer en él. No se trata de imitarle, como muchos piensan; ¿acaso podríamos? Se trata más bien de mantenernos unidos a El. Sólo quien permanece en su Amor puede trasmitirlo: nadie da lo que no tiene. Nos llama, por tanto, a salir de la órbita estrecha de nuestro ego, para pasar a la infinitamente más amplia de la donación universal y gratuita, que es el Amor incondicional a cada ser humano.
Nos revela también el secreto y fundamento de su amistad: no nuestra elección, sino la que El ha hecho sobre nosotros. Algo que muchos olvidan cuando afirman con toda seriedad:-» Yo he elegido a Cristo.» Nunca podríamos elegirle si El no nos hubiera elegido y amado primero, y nos lo hubiera dado a conocer. Uno a uno, como a los apóstoles, nos ha ido llamando y manifestando su elección. Ello presupone un conocimiento personal de cada cristiano, hasta lo más profundo, hasta de aquello que desconocemos de nosotros mismos.
Esta elección es, justamente, lo que puede sostenernos en los momentos peores, como sostuvo a Pedro después de las tres negaciones, o a los demás discípulos en su deserción.
Cuando uno no soporta sus contradicciones, sus infidelidades, su mediocridad y cobardía; cuando siente la desesperación de verse a diario enfangado en los mismos pecados, y parece que no hay solución, siempre es posible apoyarse en la elección de Jesús; sólo en eso. Porque El sabía de antemano lo que damos de sí, y contaba con ello al elegirnos. No le hemos defraudado: si acaso, nos defraudamos a nosotros mismos. Su elección es permanente, eterna; nunca será revocada, porque El es Dios, y no cambia.
Ello nos salva de la desesperación. Su Amor personal, gratuito, siempre más fuerte que nuestras miserias. Podemos mirar hacia delante con la esperanza de que algún día, por pura gracia, nuestro corazón pueda entrar en su órbita, sintonizar con el suyo y latir al unísono. Esa es su promesa, y tal día daremos fruto permanente.
Este tema del fruto nos remite a otra sentencia de Jesús:-» Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo…»
Para dar fruto, es preciso perder la vida, como El la perdió. Ello va incluido en el hecho de permanecer en su Amor, lo cual, por otro lado, es la experiencia más gratificante que existe, según testimonio de místicos y santos. Caminando unidos a El, subiremos con El a la cruz, y así daremos fruto, o más bien lo dará El en nosotros. Como lo da la vid a través de los sarmientos.