«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros”». (Jn 15,9-17)
El pasaje del evangelio de hoy encuentra su sentido cabal si lo leemos unido a lo que antecede, que no es otra cosa que la imagen de la vid y los sarmientos. Esa imagen es la que da todo su alcance a un término que aparece cuatro veces en nuestro pasaje y que es muy importante en el cuarto evangelio: «permanecer» (menô). En efecto, permanecer hace referencia a una relación absolutamente íntima, inextricable, justo como la que mantienen la vid y sus sarmientos. Sería equivalente a otra imagen, también vegetal, que emplea san Pablo: la del cristiano «injertado» en Cristo o viviendo «en» él.
Por eso precisamente al final del pasaje aparecen los frutos, que el discípulo debe dar si permanece unido a Jesús. Unos frutos que además están llamados a perdurar. Pero la permanencia es doble. Por una parte se insta a que el discípulo permanezca en el amor de Cristo; pero, por otra, también se habla de una permanencia de Cristo en el amor del Padre. En realidad no se trata de permanencias distintas, sino de la misma, solo que contemplada en perspectiva amplia, como cuando vemos esas matrioskas rusas en las que unas muñecas van encajando en otras. Otra vez san Pablo puede acudir en nuestra ayuda cuando dice: «Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (1 Cor 3,23). Así, el amor que el Padre siente por el Hijo es el mismo que Cristo siente por sus discípulos, y el mismo que estos están llamados a sentir por él y por el Padre: un amor, pues, de ida y vuelta (y además fructífero).
El amor es, por cierto, el contenido del «mandamiento nuevo» que prescribe Jesús: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13,34). En realidad, aunque se hable de mandamiento «nuevo», tenemos licencia para poder identificarlo con el mandamiento doble que, ya en los evangelios sinópticos, constituye la esencia de la Ley, el mandamiento más importante, según Jesús: amar a Dios y al prójimo.
También de la mano del amor se va a introducir en nuestro texto una palabra emparentada con él y muy destacable: «amigo» (filos). De nuevo la amistad es la que justifica esa relación íntima entre Jesús y los suyos: porque son amigos es por lo que puede compartir con ellos lo oído al Padre. Pero, además, la amistad va a suponer que entre Jesús y sus discípulos se establezca una relación igualitaria, no la que se mantiene entre un señor y su esclavo (doulos). En todo caso, no sé si nos damos cuenta realmente de lo inaudito de la proposición: Jesús, el Señor, nos llama nada más y nada menos que amigos.
Pedro Barrado