En aquel tiempo, dijo Jesús al gentío: «¿A quién compararé esta generación?
Se asemeja a unos niños sentados en la plaza, que gritan diciendo: “Hemos tocado la flauta, y no habéis bailado; hemos entonado lamentaciones, y no habéis llorado”.
Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: “Tiene un demonio”. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: “Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores”.
Pero la sabiduría se ha acreditado por sus obras» (San Mateo 11, 16-19).
COMENTARIO
La buena noticia de hoy no consiste ni en la comida ni en la bebida (Rom 14, 17), está en la paciencia en compartir la vida con todos, reír con el que ríe y llorar con el que llora y no por obligación, sino como una opción personal que alimenta nuestra alegría y nos otorga identidad.
¿En qué consiste esta identidad? En la manifestación del amor que tiene su fuente en Dios mismo. El Hijo de Dios ha venido al mundo para revelar este amor. Lo revela ya por el hecho mismo de hacerse hombre: uno como nosotros. Esta unión con nosotros en la humanidad por parte de Jesucristo, verdadero hombre, es la expresión fundamental de su solidaridad con todo hombre, porque habla elocuentemente del amor con que Dios mismo nos ha amado a todos y a cada uno. El amor es reconfirmado aquí de una manera particular: el que ama desea compartirlo todo con el amado. Precisamente por esto el Hijo de Dios se hace hombre. De Él había dicho Isaías: “Él tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias” (Is 53, 4). De esta manera, Jesús comparte con cada hijo e hija del género humano la misma condición existencial. Y con esto se revela Él y la dignidad esencial del hombre: de cada uno y de todas. Se puede decir que la Encarnación de Dios es una “fuente” inefable de la dignidad del hombre y de la humanidad. De aquí se desprende que es posible la construcción de un mundo nuevo.