«Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando, ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido. Llegó a Simón Pedro, y este le dijo: “Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?”. Jesús le replicó: “Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde”. Pedro le dijo: “No me lavarás los pies jamás”. Jesús le contestó: “Si no te lavo , no tienes nada que ver conmigo”. Simón Pedro le dijo: “Señor, no solo los pies, sino también las manos y la cabeza”. Jesús le dijo: “Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos”. Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: “No todos estáis limpios”. Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”». (Jn 13,1-15)
El evangelio de hoy, Jueves Santo, nos permite llegar hasta la misma esencia de Jesús, y por añadidura, a la del Padre. Hoy el Señor nos da las claves para la salvación del hombre y nos muestra el camino que nos lleva hasta Él. Nada es más importante en nuestra vida que lo que hoy nos ofrece el Señor a través de su Palabra. La verdad revelada en este evangelio posee un contenido que desborda por completo la razón y la naturaleza del hombre. Así, Pedro “desvaría” ante las palabras de Jesús, mientras Judas piensa en traicionarlo.
No entienden los discípulos de Jesucristo que ese “amar hasta el extremo” pueda desembocar en la crucifixión de su Maestro. Tampoco comprenden que la humildad, imprescindible para seguir a Jesucristo, se manifieste también en permitir que el mismo Hijo de Dios se disponga a lavarles los pies. Pedro se escandaliza por esto y Jesús tiene que advertirle duramente sobre su error.
Jesús, con su ejemplo, les advierte que la razón está al servicio de la senda que con su vida les está mostrando y les pide que pongan su corazón en disposición de seguirle. Al igual que un milagro solo se entiende si hay un Dios capaz de realizarlo, así la cruz y la humildad mostradas por Jesús solo pueden ser vividas porque Dios mismo las ha vivido. No se puede entender al amor al enemigo, pero sí se puede experimentar que en este amor está la paz, el descanso y la verdadera felicidad. Con el corazón se afirma lo que la razón niega.
La naturaleza herida del hombre se resiste frecuentemente a este amor y a esta humildad. Jesús se prepara en la última cena para el combate de la cruz, ciñéndose la toalla, como un símbolo de “estar dispuesto”. Si Jesús tuvo que combatir para enfrentarse a su sacrificio, el hombre no debe ser tan necio como para pensar que no tenemos que prepararnos en todo momento para el combate diario contra las tentaciones del Maligno.
Jesús lavó los pies a los apóstoles para que comprendieran que a la humildad solo se llega humillándose y aceptando ser humillado. Jesucristo, sabedor de la estrechez de miras de sus apóstoles, les preguntó si habían comprendido lo que había hecho. Les da una Palabra para ayudarles: si queréis seguirme tenéis que aceptar la condición de siervo. Con su crucifixión les muestra qué es amar hasta el extremo, y en el lavatorio les dice que amar es disponerse a servir sin límites.
A nosotros, que no le hemos visto con los ojos de la carne, nos dice que para poder verle en espíritu y corazón y permanecer a su lado, tenemos que renunciar a todo poder y dominio y ponernos sin medida al servicio de los demás. Y para poder llegar a esto el Señor nos ha dado la Eucaristía, la oración y todas las gracias y bienes espirituales que están depositados en la Iglesia. Tenemos que ceñir nuestra alma con la Palabra de Dios, que todos los días nos permite descubrir los engaños del demonio. Sin el Espíritu Santo no podemos aceptar ninguna humillación o injusticia en el trabajo, ni detenernos a escuchar al “molesto”, cuando tenemos tantas cosas “interesantes” que hacer.
Sin el Espíritu Santo tampoco podemos asumir que se nos pueda rebatir ese argumento del que estamos tan convencidos, ni pedir perdón por algo que pensamos que está justificado. Sabemos positivamente que con el Espíritu de Dios podemos hacer las obras de Jesús. La Historia de la Iglesia está plagada de santos que las han llevado a cabo, aun siendo pecadores, y hoy lo seguimos viendo en muchos fieles que viven en zonas del planeta dominadas por el islamismo radical, en donde se está reproduciendo el martirio de los primeros cristianos.
Es bueno que pensemos en estos hermanos a la hora de dar testimonio allí donde el Señor nos haya puesto. Esto es un buen antídoto contra la queja y la falta de humildad. Jesús nos pregunta hoy si comprendemos a esa monja que en África prefiere arriesgar su vida a abandonar a “sus pobres”. ¿Comprendemos que se puede estar alegre y en paz en medio del sacrificio? Solo en el abandono al Señor podemos entenderlo. Lo que tantas veces nos parece absurdo, inútil o irrealizable es lo que nos abre la puerta para poder ver a Dios. Hoy es un día especial para poder comprobarlo.
Hermenegildo Sevilla