En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, formaron grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?»
Él le dijo: «»Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.» Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas» (San Mateo 22, 34-40).
COMENTARIO
El amor adopta muchas formas y maneras, transita por tiempos diferentes. Cada uno vive el amor y su amor con matices distintos, con un sello propio y único. No hay dos almas iguales, como tampoco existen dos corazones idénticos. Dios ha realizado en este sentido una auténtica maravilla en su labor creadora. Las manifestaciones de nuestro corazón no se pueden razonar, como tampoco a Dios le podemos encerrar en un tratado.
El amor te puede llevar a la muerte o elevar a lugares inexplorados. Te hace feliz, te decepciona, te pone en movimiento, te paraliza, te libera, te esclaviza y te hace ver y vivir la vida de una forma radicalmente diferente. El amor es un sentimiento característico y exclusivo del género humano, como también lo es el odio.
Pero sólo hay una Amor pleno, trascendente en su máximo grado, eterno y definitivo. Sólo el amor de Dios y el amor a Dios no decepciona, hace feliz en verdad, no esclaviza y permite mirar la vida con los ojos del Creador, en alegría y firme esperanza.
Sólo cuando tuvimos ese amor adolescente o nos encontramos con la mujer de nuestra vida pudimos acercarnos un poco a esa experiencia de amar con todo el corazón, con toda el alma y nuestro ser. Al igual que el amor a nuestro padre en la tierra facilita que entremos en el amor al Padre nuestro. Pero en nuestra naturaleza no podemos desprender al amor de su dosis de egoísmo y afán de posesión.
Los fariseos que, aunque quizás con buena intención, vivían su relación con Dios más en la ley que en el corazón, preguntan hoy al Señor acerca de cuál es el principal mandamiento de la Ley. El Señor responde directamente, sin preámbulo alguno: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser” Con esto se cumple de una tacada toda la ley de la que tan preocupados estaban los fariseos. Y para continuar por este camino Jesús les añade: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” Los demás ritos y preceptos si no se sustentan en este amor se diluyen. No llegan a Dios. Por eso les dice Jesús que estos dos mandamientos sostienen la ley entera. Sin el amor de Dios todo se derrumba, no se cimenta la fe.
Si no ponemos amor, nos dice Jesucristo hoy, en todo lo que hacemos, nada tendrá valor. Podemos dar la vida entera, asistir diariamente a la Eucaristía, rezar continuamente y hacer un montón de obras de caridad, pero si no ponemos amor todo se perderá como humo en el aire. Lo dice la Sagrada Escritura.
“Ama y haz lo que quieras” nos dijo San Agustín. Decía el santo que ante cualquier duda, ante cualquier dilema asegúrate de hacerlo por amor y estarás seguro de hacer lo correcto.
Los fariseos se encuentran en el evangelio de hoy ante un camino poco transitado por ellos. El “joven rico” del evangelio también se queda impactado por la respuesta que Jesús le dio a su inquietud. Jesucristo administra la Verdad a todos aquellos que pretenden ocupar posiciones o adquirir seguridades. El camino de la vida es otra cosa.
Sabemos también que este amor que nos presenta el Señor no está al alcance de nuestras manos, nuestra naturaleza actúa como barrera. El Dios que nos ha creado y que nos quiere con locura cuenta con ello, lo sabe. El mismo Jesús añadió nuestra propia naturaleza a la suya. Por esto podemos estar tranquilos. Nuestro Padre pone todo lo que nos falta para llegar a este amor. Para Dios no hay nada imposible y no va a negar, especialmente esta gracia, a sus propios hijos.
No pequemos de vanidad espiritual, queriendo alcanzar cotas elevadas, superiores a las de los demás. No olvidemos nuestra debilidad, porque en esta reside nuestra fuerza y en ella actúa el mismo Dios. De lo contrario podemos perder la fe.
Dios quiere que cada día de nuestra vida acudamos a Él con todo nuestro corazón para que nos conceda la gracia de amarle como Él se merece y a los demás en la dimensión de la Cruz.
Seamos ambiciosos en nuestras oraciones, no nos perdamos en aquellas cosas de las que creemos que depende nuestra vida. Pidamos el Amor que nos lleva a Dios y nos hace en verdad felices.
Nos dice Jesucristo: “Qué padre al que su hijo pide pan le da una piedra” Pues el pan nuestro de cada día es el amor de Dios.