En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (San Mateo 5, 43-48).
COMENTARIO
El mandamiento del amor se encuentra claramente expresado en el Decálogo, desde los tiempos de Moisés. Pero, como todo en la Escritura, tiene una dimensión derásica, puesto que se presta a la interpretación y aclaración, Jesús, en el Sermón de la Montaña, explica el verdadero alcance del mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Es relativamente fácil amar al prójimo cuando éste se comporta adecuadamente a nuestros criterios, amar a aquellos que nos aman y saludar a los que nos saludan. Esto no tiene nada de extraordinario. Pero el verdadero alcance del mandamiento del amor al prójimo abarca a todo el mundo sin distinción, incluyendo a los enemigos y a aquellos que nos hacen mal. El amor al prójimo es un reflejo del amor divino, y lo que nos pide Jesús no es amar con un amor humano, limitado a los que nos quieren bien, sino con el amor divino que abarca a buenos y malos a justos e injustos.
Así es el amor de Dios: Él no ama al prójimo, a sus criaturas como a sí mismo, sino más que a sí mismo, puesto que por amor a nosotros, cuando éramos pecadores y enemigos suyos, entregó a su Hijo único para que los que vivían en la muerte, tuvieran vida en abundancia. Dios amó más a la criatura pecadora que a su Hijo único, bien amado. Este es el talante del amor de Dios, un amor que rompe las barreras de la muerte y que implica la donación personal de uno mismo por el bien del otro.
Así es Dios en sí mismo: comunicación de amor, que implica despojamiento de sí para enriquecer al otro. Dios Padre, se vacía de sí mismo y se dona por entero a la persona del Hijo, el cual, habiéndolo recibido todo del Padre, no se lo guarda celosamente sino que lo devuelve todo al Padre; y este intercambio de amor es el Espíritu Santo: don del Padre y del Hijo. Esta naturaleza de Dios es la que se refleja en sus criaturas, puesto que la ley no escrita que rige el universo, es la ley del amor así entendido. En nuestro sistema solar, la tierra recibe vida del sol, que dona su energía gratuitamente, desgastándose para que la tierra viva; la tierra, a su vez, dona cuanto tiene: nutrientes, minerales, etc… para que las plantas se desarrollen, las cuales, a su vez, ofrecen sus frutos para que los animales se alimenten, y así sucesivamente. La fuente no se bebe su agua: la ofrece; el árbol no se come sus frutos, los entrega.
Esta clase de amor es la que pide Jesús a sus discípulos, de modo que sean “perfectos como lo es el Padre celestial”, y la perfección de Dios no es otra que el amor de donación.
Ahora bien, ¿quién puede amar de este modo? No está a nuestro alcance, no se trata de amor humano, sino divino. Por ello, se necesita poseer el Espíritu mismo de Dios. Pero, hemos recibido el Espíritu por nuestro bautismo. Es este Espíritu el que nos capacita para crear la unidad y vivir como hermanos, el que nos da fuerza para poder perdonar a nuestros enemigos, y el que nos da poder sobre la muerte, de modo que tengamos vida eterna y afrontar en paz las contrariedades de la vida. Así lo proclamamos en el credo y así se especifica la naturaleza del cristiano: es cristiano y puede amar de este modo, el que tiene el Espíritu que crea la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Quien vive de este modo, ha recibido el espíritu, es cristiano.